Música para flotar

domingo, 17 de agosto de 2014

Un día, en la BAN! 2014

Logotipo del evento
El lunes 4 de agosto asistí al Centro Cultural San Martín, lugar donde se estaba llevando a cabo Buenos Aires Negra (BAN!), es decir, el Festival Internacional de Novela Policial de Buenos Aires. Si bien su nombre suena muy rimbombante y quizá pretencioso, el espacio destinado a dicho Festival (un salón anticuado del primer piso,  con luces de oficina, como si fuera de los años setenta), el escaso público que asistió hoy y los días previos y la dudosa trayectoria de muchos de los expositores, daban a pensar que esta era una de otras tantas argentinadas, una fantochada literaria organizada por unos cuantos snobs para llenarse la boca hablando de ellos, como es el caso del insoportable moderador cuyo nombre todavía desconozco. Apoyo la idea y la moción de celebrar un Festival así, pero hace falta mucha cultura para poder llenar la sala, así como en su momento hizo falta concientización sobre la importancia de la bicicleta antes de trazar las incómodas y peligrosas bicisendas. Este Festival es una buena idea, lamentablemente mal realizada. Extraña la calidad de los auspiciantes (Tusquets Editores, Random House Mondadori, Fundación El Libro, entre otros) y el poco provecho obtenido de ellos. 

Este es el cuarto día del evento y aunque no haya ido las dos veces anteriores, ya que no se publicitó lo suficiente, puedo inferir que por el modo en que se lleva a cabo, BAN! no representa más que un intento desesperado por aparentar multiculturalismo, cultura e intelectualismo popular... es decir, espejitos de colores. 

El eslogan del Festival es: “Donde el crimen real se mezcla con el crimen de ficción”. Y en el folleto oficial disponible para todos los asistentes, en una especie de nota editorial, Hernán Lombardi, Ministro de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, dice que “esta innovación sentó escuela, que otros festivales recogieron el guante e incorporaron a sus eventos personas relacionadas con el crimen real”. Listo, entonces ya no nos falta nada: Papa argentino, reina holandesa, invención de la birome, creación del dulce de leche… y ahora esto, como para no quedar siempre tan arrogantes frente al mundo. 

La entrada para ingresar a la BAN!
Pero lo que quiero contar es algo específico que pasó ese día en cuestión. Algo que los medios no van a difundir y que quedará guardado en la memoria de cada uno de los presentes. Algo que nos pidieron no revelar, pero yo me debo a la verdad aunque genere malestar, como ha pasado otras veces...

Esa tarde concurrí motivado por la charla del autor mexicano Paco Haghenbeck, quien disertaría sobre la Narcoliteratura Mexicana. Él era el expositor que cerraba el día pero, como empezaba a las 21, decidí ir más temprano a escuchar a un tal Rodolfo Palacios cuya propuesta era interesante: Los Walter White Criollos era el título de su exposición y se proponía indagar sobre los aspectos que convierten a un hombre común en un criminal, basándose en la figura ficcional del protagonista de la serie Breaking Bad. Para los que no la siguen, la serie norteamericana se centra en un gris profesor de química de una escuela secundaria, quien se entera de que padece una enfermedad terminal. Ante la angustia de pensar que su familia va a quedar sin sus ingresos como docente, hace uso de sus conocimientos y empieza a fabricar efedrina, convirtiéndose en pocos capítulos en un temible delincuente y narcotraficante. Debo confesar que la serie no me atrapó personalmente y no continué mirándola luego de la primera temporada. 

El orador, Rodolfo Palacios, quien dijo que había hablado muchas veces con los más peligrosos malhechores argentinos, como Robledo Puch, Barreda y muchos ladrones de bancos como la Garza Sosa o los responsables del memorable atraco al Banco Río, de Acassuso, dejó una serie muy interesante de reflexiones. No las voy a enumerar aquí porque estaría nuevamente desviándome de lo más llamativo de todo, pero sí las voy a vincular con los hechos que narraré a continuación. 

Palacios en plena exposición
Entre los pocos concurrentes, había un muchacho de cabello largo y colorado con colita, de tez blanca y algo pecosa, dueño de uno de esos rostros europeos que rara vez se ven por estas pampas. Vestía una campera náutica amarilla, una especie de rompevientos, unos jeans gastados y unos borceguíes de color marrón oscuro. Tenía las piernas cruzadas, la mirada fija en el expositor, y un cuaderno en el que hacía anotaciones compulsivamente. La birome era una clásica Bic azul. 

Palacios, que es un hombre física y estéticamente muy parecido a los personajes de sus historias, contaba anécdotas a partir de las preguntas disparadoras que le hacía un moderador que, por lo que se notaba, poco y nada sabía sobre su obra. 
El disertante dijo en un momento que la persona que comete un crimen queda transformada por ese acto, que ya no vuelve a ser igual. El hombre colorado, que no pasaba de los cuarenta años, resopló pesadamente y se acomodó en la silla. La frase parecía haberle removido algo dentro. Hasta que en otro momento, el expositor dijo algo así como que “el delincuente siempre, de una u otra forma, busca el reconocimiento...” Entonces, el hombre de campera amarilla dijo con un tono neutro y en voz muy baja: “No es cierto”. Yo lo escuché y quizá las personas que estaban sentadas delante de él, pero nadie más. Todo seguía normalmente, pero el hombre volvió a repetirlo ahora aumentado un poco el volumen de voz: “No es cierto”. Algunos asistentes ubicados a los costados giraron en busca de esa frase que creo tuvo que haber llegado donde estaban Palacios y el moderador, pero consideraron que era mejor ignorarlo. Entonces, el hombre se paró dejando caer al piso el cuaderno y la birome, y con los ojos prendidos fuego gritó desaforadamente: “¡¡¡NO ES CIERTO!!!” Luego empezó a respirar agitadamente, como quien se recupera de una extensa maratón. El silencio era palpable y lo único que se escuchaba eran los jadeos del responsable de la interrupción. Yo tragué saliva y bajé instintivamente la cabeza mientras sentía un calor que me subía por el cuello. Espié a las dos personas del escenario: el moderador miraba para los costados, como buscando ayuda o tratando de entender. Palacios tenía cara de nada, como acostumbrado a este tipo de arrebatos inusuales para la mayoría. El hombre colorado seguía parado y la gente posaba la mirada en él o en Palacios, o la alternaba de uno a otro; eran como dos jugadores de tenis disputando una final imperdible. Palacios, con gran altura, tomó una postura recta desde su sillita alta y le preguntó muy canchero: “¿Nos quiere contar, amigo, qué cosa no es cierta?” 

Una imagen de archivo del criminal 
Creo que todos celebramos silenciosamente en nuestros asientos el modo elegante en que el especialista en Breaking Bad salió airoso de tan difícil momento. Pero su tono relajado y su cordial vocativo no lograron tranquilizar al hombre de cabello colorado que parecía temblar en el lugar. Luego de unos segundos que parecieron océanos de tiempo, ya sin tanto jadeo, le retrucó: “¿Vos qué mierda sabes de los chorros? No sabes un carajo, gato.” Palacios se quedó desconcertado, ya que no esperaba tal respuesta, y más considerando que él realmente era un tipo del palo, es decir, que tenía amigos ladrones, asesinos y, a su manera, los entendía. Pero esas palabras fueron como una cachetada, y mientras su mente resolvía qué contestarle, el hombre de tez lechosa, en un movimiento veloz y casi imperceptible, sacó un revólver. 

Es increíble la cantidad de reacciones instintivas que puede producirte el miedo. Reacciones que uno en sus cabales y apelando a la razón no tendría. Casi todas las mujeres presentes gritaron y algunos hombres empezaron a gritarle que guardara el arma. La mayoría, entre la que me incluyo, nos tiramos al piso, como si fuéramos un bloque de hielo macizo y duro, sin conciencia de si adelante había otra silla o la misma nada. Algunos –los más cercanos a la puerta- quisieron escapar, pero el colorado les gritó que nadie podía irse. Le pidió con un tono de voz bastante amable a una chica del evento que cerrara la puerta, porque “de acá no se va nadie”, aclaró. Desde mi posición yo solo podía mirar algunos bultos de las personas en el piso y hacia la derecha los jeans gastados del delincuente. Se escuchaban gemidos, llantos, jadeos de gente que sufría bajo un estado de shock. 

Uno de los extraños concurrentes
de la BAN tomando leche de sachet
Entonces, Palacios fue a la carga: “¿Qué querés, chabón?” El moderador, que desde la aparición del revólver tenía la cabeza escondida entre sus brazos y hubiese deseado ser un avestruz para esconder su cabeza en un profundo hoyo, tenía una visible mancha de orina a la altura de los genitales que se esparcía lentamente haciendo una perpendicular hacia la rodilla. Era una sola gota, pero esa gota trazaba un camino oscuro y delator en sus pantalones color crema. El colorado respondió sin anestesia: “Quiero matarlos a todos.” La euforia y la desesperación aumentaron un mil por ciento. Todos gritaban o gimoteaban esperando que la policía irrumpiera en cualquier momento y le diera su merecido al asaltante que, por la frase que pronunció, se notaba que tenía muy poco tacto con la gente. 

Yo tenía los ojos cerrados y trataba de no pensar en nada, pero los sonidos que me llegaban eran desoladores. Las piernas ya se me estaban entumeciendo así doblado como una víbora en esa selva de patas de sillas metálicas. Palacios, siempre con las manos casi en alto, le pidió que confiara en él... pero el dueño del arma le dijo que no confiaba en la gente decente porque tienen miedo. Me pareció una frase bastante buena, al menos para pensar luego. Sentí una punzada en el estómago y recordé que, como a todos los integrantes de mi familia, los nervios nos atacan a los intestinos y no pude contenerme... Sin entrar en detalles desagradables, mis piernas quedaron completamente cagadas. La cosa parecía no avanzar, como si fuera una escena trabada en un taller de teatro cuyos personajes ya han arrojado todos sus argumentos, sin lograr que el conflicto desaparezca. 

De repente escucho que Palacios dice: “Hasta acá vamos, Juan” y empezó a aplaudir. El ladrón también. Dos o tres personas, que habían llegado con el expositor y estaban acodadas al costado del estrado, los imitaron: todo había sido una maldita representación. El moderador levantó la cabeza en cámara lenta y se puso blanco cuando vio al supuesto delincuente abrazado a la persona a quien él, hacía pocos instantes, le formulaba preguntas. Algunas personas, aún aterrorizadas y desconfiadas, seguían en el piso. El mismo hombre de cabello colorado empezó con un tono amistoso a decirle a la gente que se levantara, que todo había sido una escena pactada. Palacios, mientras tanto, explicaba que quería transmitirle al auditorio la sensación real que se experimenta en una situación extrema, con delincuentes armados. “Por supuesto”, agregó, “esta es una situación muy light.” “Además, ¿qué mejor lugar que este?, una convención de novela policial... ¿No es genial?, insistió, para terminar apelando a su última -única- carta: paradójico el planteo... pero brillantemente vanguardista. 

Algunos apuntes sobre la disertación
de Palacios hasta la interrupción
Algunos empezaron a insultarlo con motivo, otros hasta parecían querer acercarse a pegarle; y el moderador, todavía sorprendido, parecía decirle con las cejas arqueadas “¿Cómo no me avisaron de esto a mí?”. El malestar era tan generalizado que Palacios tuvo que pedir disculpas. Su compañero demostró que el arma era de agua, dijo que él era actor y que una vez había actuado como extra en una obra con Alfredo Alcón... Antes de que la gente se retirara indignada, un representante del Centro Cultural entró y nos pidió a todos que no divulgáramos lo que acababa de pasar, que realmente había sido “bochornoso” y una verdadera “falta de respeto” al público. Palacios y Juan se miraron bastante avergonzados, y en esa mueca de arrepentimiento uno podía advertir lo lejos de sus intenciones que había estado su acting. Sin dudas no lo volverían a repetir, aunque en otros países había funcionado a la perfección y grandes auditorios habían aplaudido de pie... como esperaban que pasara acá, en el Centro Cultural San Martín. ¡Pero no pasó! Con tristeza, el pelirrojo Juan pensó en el fracaso de esta actuación que creía lo iba a catapultar finalmente a la fama, después de una larga carrera signada por la mediocridad. En cambio, no solo su interpretación había sido mal recibida por el público, sino también paradójicamente censurada por los responsables del Festival para impedir su difusión en los medios…

Luego, el mismo representante dijo que para evitar quejas o reclamos o “algo peor” estaban dispuestos a regalarnos entradas para todos los espectáculos que quisiéramos en el año. La gente, codiciosa por naturaleza, pareció olvidarse inmediatamente de lo ocurrido y una sonrisa malévola ya se plasmaba en sus caras. “Con respecto a ustedes... ya conversaremos de lo que acaba de pasar”, amonestándolos como si fuera un preceptor castigando a dos alumnos ante una travesura. Me hubiese encantado ir a la boletería y vaciarla, hacer valer las promesas con las que nos habían sobornado, llevarme cientos de entradas gratis y asistir al teatro todos los días... pero estaba verdaderamente incómodo con todas mis heces entre las piernas. Cada vez que las flexionaba parecía que caían un poco más. Era una sensación en extremo nauseabunda. 

Salí por la puerta de la calle Sarmiento y tomé un taxi. Me senté con cuidado y abrí con cautela la ventanilla para que el olor no se percibiera. El conductor me escudriñó por el espejo y en el primer semáforo me preguntó, algo molesto: “¿Tenés calor, flaco? Hay trece grados...” Cualquier mentira que le hubiera dicho no hubiese bastado para engañarlo, así que simplemente le dije con tono superado: “Soy un pibe caluroso” 

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La foto cholula con Paco Haghenbeck
luego de su interesante disertación











Epílogo: Como no me quería perder la charla de narcoliteratura porque no había motivos para suspenderla (salvo que siguiendo con la locura de lo que había pasado aparecieran unos cuantos sicarios, rancheros mexicanos locos y nos tomaran de rehenes; pero no, demasiada ficción no podía ser verdad), llegué a casa y me metí en la ducha, con ropa y todo. Me cambié y volví a salir. Para mi sorpresa llegué con tiempo de sobra, ya que Paco Haghenbeck se estaba acomodando para comenzar su disertación. Luego de escuchar y hacer anotaciones sobre su interesantísima exposición, me saqué esta bonita foto con él. Luego, como si la suerte fuera una veleta que virara de repente, hubo un sorteo y me gané un libro de Mankell: “Huesos en el jardín”. Al fin y al cabo, reflexioné, esta no ha sido tan mala noche…




Lectura de lince, corrección y compañera 
en las jornadas de la BAN!: Silvia T.