Música para flotar

domingo, 12 de octubre de 2014

Cacofonía mundial

La situación era insostenible, insoportable, inaguantable: el inodoro llevaba días tapado y nada lograba destaparlo. Probé con la clásica sopapa y solo terminé salpicando mis brazos de mierda y también el piso del baño. De esto me di cuenta cuando volví a la cocina dejando huellas marrones por el living. ¡Un asco! Los productos para destapar cañerías que compré en el supermercado solo me limpiaron el bolsillo y me siguieron ensuciando la economía. Me recomendaron soda cáustica. Entonces, fui y compré en la ferretería de enfrente una bolsa que me costó veinte pesos. El vendedor, que nunca sé si es amable o tiernamente falso, me dijo que no tirara el producto a las cañerías muy seguido porque terminaría dañándolas, ya que es altamente corrosivo. Parecía algo superfuerte… parecía lo que efectivamente necesitaba. 

Volví a mi casa. Subí al ascensor con la señora del “A”, vieja maldita que se queda mirando televisión hasta las dos de la mañana y cuya sordera provoca la subida indiscriminada del volumen y, en consecuencia, mi incapacidad para conciliar el sueño. Es difícil concentrarse en contar ovejitas cuando uno escucha la voz estridente de Tinelli y puede distinguir palabra por palabra lo que dice. Esa señora, de nombre Adela (lo leí en la liquidación de las expensas), nunca va a agradarme. Los vecinos del edificio no son nada simpáticos: ya llevo más de dos años viviendo allí y algunos siguen cruzándose conmigo sin saludarme, a pesar de mi cordialidad. En fin… El ascensor llegó a nuestro piso y en el pasillo ya se sentía un olor hediondo que enturbiaba el aire y hacía picar la nariz. “Ojalá Adela también perdiera el sentido del olfato”, pensé divertido. Me miró desafiante cuando la saludé. Y ella, sin responder, se dirigió a su departamento.


Abrí mi puerta y el vaho casi me derriba. Literalmente se asemejaba a recibir una trompada de excremento en la cara. No sé si la pestilencia ya me estaba volviendo loco, pero me dirigí hacia el baño y creí ver una capa oscura en el aire. Inspeccioné el inodoro… y me temblaron las piernas. Me subió una arcada y tuve que tragar saliva rápidamente. Cerré la tapa y me senté sobre ella, con la bolsa de soda caústica en las manos. Decidido, rompí el envoltorio en un extremo y volví a la cocina a llenar una pava de agua hirviendo, tal como me había dicho el vendedor. Levanté nuevamente la tapa y eché gran cantidad del producto. Nada pasaba mientras yo seguía fantaseando con que esa especie de arroz grande finalmente derretiría todo con eficacia. Pero algunos granitos quedaron flotando, otros encallados entre los soretes, algunos pegados a los costados. Entonces vertí agua hirviendo cuidando de centralizar el chorro en la soda caústica. El inodoro emitió un sonido como si se estuviera quemando: “tzzzzzz” pero era puro humo y poca acción. Los vapores eran tan potentes que tuve que girar la cabeza. En el apuro, derramé un poco de agua hirviendo en mis pantalones, lo que me hizo gritar como un loco y dar un pequeño salto hacia atrás arrojando, sin querer, la pava contra el espejo que se hizo trizas. Uno de esos pedacitos, microscópicos e indistinguibles, entró en uno de mis ojos, lo que me obligó a cubrírmelos instintivamente, y salí trastabillando del baño hasta dar con una silla y desplomar toda mi humanidad allí. 
No podía abrir el ojo, que además me lagrimeaba. Lo tenía que mantener cerrado y haciendo presión, porque en cuanto aflojaba el párpado, el ardor volvía. Tenía dinero en el bolsillo. Me puse la campera, controlé de llevar los documentos y la tarjeta de la Obra Social y tomé un taxi hasta la guardia médica más cercana... A las pocas horas, regresé a casa. Podía haber sido peor, pensé con un frío alivio, pero simplemente me encontraron un pedacito de vidrio incrustado a la derecha del iris, que un oftalmólogo gordo, con cara de Lenin, sacó con una pinza. La hemorragia que me había causado se iría con el paso de las horas, y debía usar un parche de gasa por varios días. La pigmentación podía sufrir algún tipo de cambio, pero no me importaba. Me recomendaron la limpieza del globo ocular con jabón neutro y que “tratara de no moverlo tanto”, como si levantara pesas de metal con el pobre. 

Llegué y, avergonzado, recordé que el problema del baño no estaba resuelto. Me ocuparía de eso en la mañana siguiente. Me acosté descartando la idea de cenar, de tan abatido que estaba. Y en ese preciso momento golpearon a mi puerta. “¡¡¡Puta madre que los re mil parió, vecinos hijos de puta!!!”, dije para mis adentros mientras me incorporaba no sin esfuerzo. ¿Qué podían querer? No recordaba que me hubieran tocado la puerta en todo el tiempo que llevaba en ese edificio, ni por la música ni por los gritos de las chicas... Cuando la abrí, el edificio entero estaba allí: todos con ojos encendidos. Lejos de atemorizarme, les pregunté en qué les podía ser útil. Me dijeron que no aguantaban más la hediondez y que se tornaba difícil, “imposible” gritó alguien, respirar. Una mujer se abrió paso entre sus vecinos por la estrechez del pasillo, con un perro desvanecido en sus brazos. Lo llevaba como si fuera a sacrificarlo en una ceremonia pagana. Parada frente a mí me dijo mascullando rabia: “Puffy está muerto. Vos lo mataste con ese olor a mierda y nos estás matando a todos”. Les expliqué que no existía mala voluntad de mi parte, que había probado destaparlo pero, por mi falta de tiempo y también por algo de negligencia, no lo había logrado hasta entonces. La cosa se ponía tensa, y mi única arma para disuadirlos de permanecer a mi puerta era el olor que salía de mi casa. Uno de los vecinos estuvo a punto de desmayarse. Eso logró descomprimir la situación. Accedí a recibir a primera hora a un plomero enviado por la mujer del 5to A. 

A las siete en punto, el timbre me hizo abrir los ojos o, al menos, el sano. El plomero entró con malas energías, era notorio, pero no era mi culpa. Tal vez temía que su perfume barato y acuoso, que debía persistir en su piel hasta terminar la jornada, se desvaneciera por el fuerte contraste con el de la materia fecal. Lo conduje al baño, le ofrecí algo para tomar. “Un poco de jugo, si tenés”, respondió, y me fui a hacer un té. Al rato apareció bajo el marco de la cocina, con semblante de desgracia. “No tiene arreglo esto, pibe”. Yo me quedé helado, ¿Cómo que no tiene arreglo? ¿Qué haría ahora? Los vecinos me iban a matar...Le dije que se quedara, que me ayudara, pero el plomero se mostró muy firme en su veredicto. El tufillo me hacía temblar un ojo, no podía controlarlo. El hombre empezó a toser mientras agarraba su caja de herramientas y se fue sin que yo bajara con él para abrirle la puerta de calle. 

Preocupado, consternado, decidí irme a trabajar. Lo que sucedió después no tuvo parangón. Es algo raro de explicar, pero todas las personas que pasaban por la puerta del edificio tenían sus rostros cubiertos con barbijos, pañuelos y hasta cascos. Había un pasacalle colgado: “Vecino, hermano, ¡qué soretes caga tu ano!”. Ya era una cuestión barrial. Había trascendido las paredes del baño, las del departamento, se había esparcido por el edificio, y ahora amenazaba con pudrir las calles de la ciudad. La gente, los vendedores y los comerciantes me reconocieron de inmediato: era el único que no llevaba protección contra el nauseabundo olor. Ya lo tenía tan incorporado que no me daba cuenta. Caminé hasta el subte bajo una lluvia de insultos y algunos empujones. Debía acabar con la situación de manera urgente. 

Estuve toda la tarde en la oficina buscando páginas en Internet que ofrecieran productos para destapar cañerías. Pero necesitaba algo superpotente, algo industrial, para grandes problemas, ya que el mío no parecía algo sencillo. Finalmente di con una empresa algo misteriosa que ofrecía una solución que “llegaba directamente a la obstrucción y desde ahí explotaba el nudo”. Cuando salí del trabajo, fui para allá; y en esa extraña casa del barrio de Colegiales, venida a menos, me explicaron que no debía usarse en inodoros particulares porque era demasiado fuerte, que el compuesto era apropiado para destapar turbinas, baños de animales de gran tamaño (elefantes, por ejemplo) y no sé cuantas cosas más, todo a inmensas escalas. Yo le aseguré y le recontra aseguré que debía destapar la cañería de una estancia que tenía cientos de hectáreas. “Va a andar bien, entonces”, me dijo el tipo alcanzándome finalmente el producto. Era un frasquito blanco, de forma redondeada, sin etiqueta y contenía solo 500 cm3. Por lo que costó, debía ser buenísimo. Más le valía. Además, no sé qué tipo de fábrica puede ofrecer sus productos en un garaje, pero no quise preguntar nada más. Solo quería enfrentarme al inodoro… y vencerlo. Era una cuestión personal. Siempre lo había sido. 


Cuando volví al barrio, una gran tela cubría el edificio como si lo hubiesen encapsulado, aislado de los demás. ¿Tanto olor había? ¿Había perdido mi sentido olfativo? Antes de empezar a recibir los insultos (los vecinos estaban furiosos porque el olor ahora se multiplicaba y quedaba todo adentro, sin posibilidad de que el aire de afuera pudiera descontaminar un poco), levanté triunfante el producto como si fuera la imagen de la Virgen María y les imploré que no me atacaran, que tenía la solución definitiva. Era absurdo todo lo que estaba pasando, pero a veces las cosas más irreales suceden en la realidad y uno no las discute, las toma con normalidad. Como esta que estaba pasando en mi casa, específicamente en mi baño, y que intentaba “digerir”. 


Subí corriendo las escaleras hasta el piso siete. Al parecer los ascensores estaban descompuestos: sus mecanismos se habían falseado por la humedad cacónica del ambiente. Abrí la puerta como un poseso, riendo casi, y con grandes zancadas llegué al baño. Destapé el frasquito y volqué todo el contenido. El inodoro empezó literalmente a latir, como si tuviera vida o fuera a salir corriendo o... El que se apresuró a alejarse fui yo, pero fue en vano: la explosión cubrió de mierda toda la ciudad, los parabrisas de los coches, las ventanas de los más altos edificios, las calles, las avenidas, las personas...todas llenas de excremento. La limpieza llevaría días, más bien meses, considerando la premura del Gobierno de la Ciudad por ocuparse de las cosas que realmente importan. Literalmente, yo me había desintegrado con la explosión pero, al menos, Adela se había ido conmigo y el inodoro... está destapado.