Música para flotar

domingo, 13 de abril de 2014

De excelente actor mafioso inglés a destacado otorrinolaringólogo argentino

Una postal del film autografiada
Abrumado por el repentino e inesperado éxito que le significó la memorable interpretación de “Harry, el hacha Lonsdale” en la primera película del director Guy Ritchie -estamos hablando de Juegos, trampas y dos armas humeantes (Lock, Stock and Two Smoking Barrels), de 1998-, P. H. Moriarty abandonó la actuación por completo. Su historia y los caminos que causaron que este médico inglés terminara trabajando como otorrinolaringólogo en la Clínica San Camilo, en el barrio porteño de Caballito, tiene ribetes bastante curiosos. 
Nacido en 1939 con el nombre de Peter Harry Moriarty, en la ciudad británica de Manchester,  desde niño, decían sus padres, podía advertirse fácilmente que la medicina sería su destino, que simplemente lo llevaba en su ADN. Su madre, Carol Rotten, según algunas anotaciones que pudimos tomar de su diario íntimo, escribió alguna vez que su pequeño, regordete y único hijo, “destrozaba las muñecas que pedía como obsequio, para luego volver a coserlas y <<curarlas y sanarlas>>; y entonces la satisfacción brillaba en sus ojitos”.                                                                   
El Dr. Moriarty en su consultorio en Buenos Aires
Carol era maestra en una Escuela Normal y Peter, desde que tuvo uso de razón, admiró el compromiso que Carol tenía con sus alumnos: caminaba 30 yardas (esa es la medida en Inglaterra) por un camino de tierra que se inundaba con facilidad, para llegar a un precario embarcadero; luego era conducida por un barquero en un bote destartalado lleno de cucarachas. Cuando llegaba al otro extremo debía subir y bajar ineludiblemente tres montañas y ahí aparecía la diminuta institución educativa. Esta rutina la repetía seis veces por semana por absoluta vocación, ya que amaba su trabajo; curiosamente era una de esas extrañas docentes a las que les gusta educar. El padre de Peter era argentino, tucumano para más datos,  y había huido de su país en circunstancias muy poco claras y en un clima político algo enrarecido. Sin una educación formal ni un trabajo estable, se dedicaba a prestar su bello rostro para publicidades y comerciales; sin embargo, al contrario de lo que uno pudiera pensar, esta actividad lo frustraba enormemente puesto que él se consideraba  por naturaleza un actor serio capaz de interpretar a Shakespeare o a Chejov. Pero los años pasaban y esa posibilidad le era cada vez más esquiva. Conoció a Carol una vez que, sin saber muy bien por qué, terminó haciendo una obra de teatro infantil con unos amigos en la escuela donde ella trabajaba… La maestra se enamoró de él perdidamente y sin remedio.
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Dejemos esta historia acá y adelantémonos algunos años… cuando por pedido explícito del abuelo argentino, Peter, ya padre y meritorio doctor en medicina, llevó a su pequeño hijo Noel para un casting de un postre helado. El nene era demasiado bonito y si bien a Peter todo ese mundo le parecía muy frívolo (más considerando las angustias existenciales que Peter le había sospechado a su padre desde siempre), no quería que Noel se decepcionara  si no llegaba a ser el elegido. Pero a la vez pensó que estaba haciendo muy feliz a su padre, que tomaba esto como una revancha personal, porque si él no había podido lograrlo y su hijo había desdeñado la actuación, cifrar todas las esperanzas en el nieto le parecía lo más lógico. Esto debía ser solo el puntapié inicial. Alguien lo descubriría y sería un actor renombrado y famoso, importante, e interpretaría a los clásicos… El abuelo amaba a su familia, a su país y a su equipo de fútbol, el Manchester City, pero por sobre todo amaba a su nieto que, desprovisto aun de voto y de razón, podía ser conducido de a poco a las tablas y luego a la Televisión hasta llevarlo finalmente al Cine. Su hijo Peter, médico  y hombre de ciencia, era demasiado sensato y práctico desdeñando secretamente sus esmerados intentos por convertir a su pequeño Noel en una estrella mundial. No había podido alejarlo de la Medicina a pesar de todos sus esfuerzos…
El día del casting, el abuelo se preparó como si la prueba la tuviera que dar él. Siempre que podía, este hombre algo calvo, de piel rojiza y bigotes blancos como la nieve,  alardeaba de sus pequeños éxitos televisivos, que eran pocos y mediocres, pero él los hacía relucir de manera asombrosa, al punto que la gente pensaba que tenía ante sí  a un actor imprescindible a quien los medios de comunicación habían maltratado. Peter también quiso acompañar a su hijo en este, su primer casting, esperando que fuera el último. Los tres, abuelo, padre e hijo estaban sentados en un pasillo repleto de niños que corrían incansables de un lado para otro. En las paredes había dibujos de Popeye y sonaba una música infantil, como con tambores y cambios grotescos de voces (¿Sería Flavia Palmiero y la Ola Verde?).
Uno de los niños en el casting
 El abuelo estaba ansioso, soñaba con ver su apellido en una marquesina; su hijo estaba algo nervioso, tenía una operación programada en un par de horas en el hospital que quedaba del otro lado de la ciudad; y su hijo Noel no entendía mucho qué estaba haciendo ahí –aunque secretamente su intuición le indicaba que entre su padre y su abuelo había una contienda misteriosa que se le escapaba, que no estaba en condiciones de comprender–. El griterío era espantoso y el calor empezaba a hacer brotar los nervios de los cientos de madres, padres, tíos, abuelos o tutores que se encontraban en el estudio de la calle John McDowell. Pero una voz resonó tan fuerte, nítida y grave que el lugar enmudeció y los chicos guardaron por primera vez un silencio sepulcral, y lo más curioso: sincronizado. “¡Lo encontramos!” “¡Lo encontramos!”. El sonido anticipó a la persona que apareció tras la cuarta repetición de la frase. Un hombre vestido algo excéntrico con un saco a cuadros verdes y pantalones con lunares amarillos, calzado con zapatos de cuero de víbora caminaba lentamente por el pasillo. Los adultos tragaban saliva, esperanzados en que su retoño fuera el destinatario de esas palabras tan celestiales. Pero uno solo sería el elegido…se detuvo frente a los Moriarty. El abuelo masculló “Yo sabía que Noel la iba a pegar”(por supuesto, lo dijo con palabras inglesas y más refinadas)... pero el hombre del grito extendió su largo brazo y apoyó la mano en el hombro de Peter quien abrió los ojos demudado, quizás algo exageradamente. El dueño de esa mano, lo miró a los ojos y le dijo: “Usted es el actor que estábamos buscando”…
Resulta que el casting para niños era toda una farsa. El verdadero propósito del Estudio era convocar a “gente común”, para extraer de ella los personajes para la ópera prima de un director hasta el momento ignoto que no contaba con los recursos necesarios para contratar actores profesionales, ni siquiera amateurs. La negativa de Peter fue firme; argumentó que tenía un trabajo serio, que sus pacientes confiaban en él, que su prestigio… pero en eso miró de reojo al padre y comprobó que cada una de sus palabras eran un cuchillo que le clavaba y que le había provocado caprichosas lágrimas en su arrugado rostro por no poder disimular tanta decepción. Entonces interrumpió su argumento, se mojó los labios con la lengua, tomó aire y le dijo al de ropa estrambótica que lo haría. El padre seguía llorando, pero ahora de alegría. En medio de los dos, Noel leía una caricatura bastante abstraído del asunto. No supo bien qué pasó, pero de alguna forma su pequeño cerebro le comunicó que una deuda que databa de años, había sido saldada. En el interín, que fue solo un breve momento, la gente se había marchado (insultando, furiosa por la estafa, decepcionada… y con sus niños dejando ríos de llanto).
Trailer de la película de Guy Ritchie

Muchos castings de esta misma naturaleza se llevaron a cabo para formar el elenco estable de la película. Una forma muy atípica de seleccionar los actores que la compondrían, pero viendo los resultados posteriores, el método tuvo un éxito fenomenal. Quizás la crítica  no le haya prestado oportunamente demasiada atención, pero la trama, escindida y laberíntica, las actuaciones, los personajes, el guión y la música hicieron de esta una película excelente. Habría sido genial estar en la casa de Peter al momento en que leía por primera vez sus líneas… porque estaba aterrorizado con su personaje. Era un mafioso violento y psicópata (que hasta llega a matar a alguien a golpes con un pene de goma) que amasa una fortuna, gracias al juego clandestino, las drogas y la prostitución. Peter, cuya ambición secreta era ganar el Nobel de la Paz, estaba martirizado con la idea de interpretar a alguien tan ajeno a él, a sus maneras, a su bondad infinita y a su amor por el prójimo. Pero se confortaba cada día al ensayar el guión con su padre: lo estaba haciendo profundamente feliz.
Luego de la “vorágine” de la película (entrevistas, presentaciones, estrenos, etc.), Peter quiso retomar su trabajo en la clínica... pero cuando volvió, se encontró con otro nombre grabado en el vidrio de su consultorio. Tardó largo rato en entender lo que había pasado y cuando lo supo, el mundo se le vino abajo: lo habían echado. Un poco de la furia y el cinismo de su personaje le volvieron al cuerpo y fue a hablar con el Director General para pedirle explicaciones. Damon Cocker, que era el nombre del responsable máximo, empezó diciéndole que la película le había encantado… (¡qué le importaba eso a Peter!), que su actuación había sido soberbia y sumamente convincente… y que de tan convincente… los pacientes –e incluso algunos otros colegas- le tenían cierto… temor. Peter, el buen vecino, buen esposo, buen padre, buen hijo, buen ciudadano, excelente profesional y finalmente – al parecer–  excelentísimo actor, había sido demonizado y resistido por la gente… Al contrario de lo que suponía que pasaría. Su papel lo había devorado; la ficción, una vez más, se imponía a la realidad. 
¿Es la persona o el personaje? 
Esa noche llovía a cantaros y fue a hablar con sus padres de lo que le había sucedido… necesitaba desahogarse. Tuvo que dejar el coche a dos cuadras porque no encontró lugar y no llevaba paraguas así que cuando tocó el timbre estaba totalmente empapado. Al momento que su madre abrió la puerta, un trueno retumbó bruscamente y la imagen de su hijo todo mojado le hizo dar un fuerte alarido. Peter entendió que su madre también estaba sugestionada y que ya no había vuelta atrás. El diariero de la esquina que siempre le daba charla y lo demoraba aburridamente en su camino a la clínica preguntándole estupideces, modificó completamente su actitud y le empezó a entregar el diario como con temor y lo despedía apresuradamente… El papel en esa película lo había arruinado para siempre.
Así como  indirectamente el problema tuvo su origen en el padre, la solución, parcial pero solución al fin, también provino de la misma persona. El abuelo de Noel le dijo que en Argentina, más específicamente en Buenos Aires, tenía un conocido que trabajaba en una clínica privada y podía acomodarlo allí. Peter dudó, pero cargaba con un estigma tan fuerte que el exilio se volvía una exigencia necesaria para volver a empezar. Algunos sueñan toda la vida con llegar a la fama, como su padre; él había llegado y eso solo le había acarreado dolor, pérdida y rechazo. La fama no era lo prometido, lo que la gente pensaba. Quería retomar su vida normal y en su país nadie parecía entender que él no era eso, que era una mera actuación como tantas otras en la historia del Cine. ¡Qué ridiculez! Era como pensar que si uno se cruzara con Anthony Hopkins iba a comerte un brazo por su rol de Hannibal Lecter… Quizás la sociedad inglesa era mentalmente muy cerrada… o tal vez él era –esta posibilidad lo dejaba estupefacto– un actor por naturaleza y debía amigarse con esta faceta que nunca supuso.
La Clínica San Camilo en el barrio porteño de Caballito
Años más tarde, “Pepe”, y ya no más “Peter”, se convirtió en uno de los médicos más queridos y estimados de la Clínica San Camilo (Av. Ángel Gallardo 899). Algunos pacientes, en general los más jóvenes, lo reconocían por su papel, pero lo felicitaban por su performance y ninguno le mostraba síntomas de resquemor o recelo, solo de narices tapadas. El médico inglés encontró en este pueblo una calidez que en su vida había sentido y una apertura intelectual que su país estaba lejos, lejísimos de lograr. Algunas pacientes adultas le traían dulces, las enfermeras lo miraban con cierto deseo, que para su edad era un mimo impresionante al ego, sus colegas lo invitaban a los asados y la amistad con Daniel, el oculista del tercer piso, le valió ser elegido el padrino de bautismo de su hijo. Carol y su nieto Noel se adaptaron rápidamente a la ciudad y no extrañaron tanto como pensaban el clima frio y lluvioso, la comida frita y los chistes del abuelo Moriarty,  quien desvariaba en los últimos días antes de que partieran rumbo a Buenos Aires. 

Este soy yo operado y un amigo
que reía de mis incoherencias

(mucha anestesia)
Yo fui uno de sus pacientes y él mismo me operó en dos oportunidades de la nariz (por una desviación del tabique y porque los cornetes me impedían un correcto pasaje de aire). Rescato su tono amable y divertido, su paciencia y su amor para explicarme las causas y las consecuencias de la intervención. No obstante, cuando hablaba tan seriamente, podía percibir, tras esa cara inocente, los rasgos que tan bien le imprimió a su personaje de “Harry, el Hacha”. Por ejemplo: cuando enarcaba las cejas, sentía que estaba en presencia de aquel peligroso rufián. 
Espero haber esbozado un perfil acabado o, al menos, haber dado una idea de los pasos que convirtieron a este buen actor inglés, en un excelente médico argentino.

[Dr. Miranda, si alguna vez llegara a leer este escrito, le quiero agradecer la inspiración que me aportaron sus cejas y su gesto adusto. La foto la saqué a escondidas una vez en su consultorio]         


Silvia.T., colaboradora , correctora y figura imprescindible en esta nueva locura literaria

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