Música para flotar

jueves, 26 de marzo de 2015

La ventana*

Raúl tenía la única celda del pabellón con ventana. Todos lo envidiábamos sin disimulo y se lo decíamos sin tapujos, sin pensar en lo que pudiera importarle. Luego de tantos años en la cárcel, contábamos con ciertos beneficios que otros, recién ingresados, no tenían; pero ese cuadradito era casi tan ansiado como la libertad misma. Porque en cierta forma, era una porción de libertad. 

Todas las tardes, luego de realizar las tareas diarias y almorzar, volvíamos entusiasmados a nuestras celdas de cemento para que Raúl nos contara sobre el parque y lo que allí pasaba. 

Estábamos en un tercer piso, y las vistas del detenido más longevo eran condicionantes, mas no determinantes. Todos cerrábamos los ojos –al menos yo lo hacía y supongo que los demás, a fin de lograr un mayor efecto, también- y las palabras de Raúl nos transportaban. Las parejas que paseaban de la mano, los niños que jugaban a la pelota, las mujeres que llevaban a sus bebés a las hamacas, los vendedores de panchos, el danzar de las copas de los árboles, los perros que se olfateaban los traseros, todo, absolutamente todo –cualquier cosa– suponía una especie de evasión tan necesaria como comer o dormir. 

Al cabo de tanto tiempo de encierro, uno pierde bastante la noción del tiempo y del espacio. Los primeros años, mi mujer y mi pequeño hijo me visitaban una vez por mes. Más adelante, empezaron a venir cada dos meses. Un día, mi esposa me comunicó que habíamos dejado de estar casados. Fue un golpe duro, pero no podía reprocharles nada; para ellos la vida debía ser, a su manera, un suplicio. Hasta que dejaron de venir. Supongo que se habrán ido a vivir a otro lugar con mi hermano, persona carente de códigos que siempre anduvo persiguiéndola y que dejó de venir a verme casi al mismo tiempo que Sabrina. 

El enojo era solo un recuerdo, un pasatiempo amargo en el que caía de vez en cuando, como en un abismo inevitable. La culpa, el enojo, la frustración, acá dentro, no sirven de nada. Uno se inventa actividades como para no perder la cabeza, como recordar ciertos momentos felices, escribir relatos, leer los libros que proporciona la Biblioteca Estatal, tomar cursos de Manualidades y Carpintería, y todo tipo de quehaceres en donde la mente pueda encontrar una grieta que alcance para reafirmarse y no perder por completo la autonomía… La cárcel deshumaniza. 

Pero nada superaba “la ventana de Raúl”. No es que él fuera el dueño ni mucho menos, pero todos los que estábamos acá habíamos llegado después de él. Era como una leyenda viva. Ocupar esa celda tan preciada era la mayor recompensa a la que se podía aspirar. Secretamente ansiábamos su muerte; no por él, pobrecito, dado que le teníamos mucho cariño, sino por su ventana. Sabíamos que estaba viejo y enfermo. Era cuestión de tiempo. Todos nos portábamos excesivamente amables con los guardias y con nuestros compañeros, porque se rumoreaba que el próximo candidato a ocupar la celda de la ventana debía llegar por grandes méritos y con medallas de excelente conducta. Sin embargo, creo que todos íbamos a extrañar a Raúl por esa forma delicada de contarnos lo que veía con una sensibilidad exacerbada y que tornaba sus relatos tan singulares. Se decía que Raúl había sido un poeta (o algo así), que había asesinado de un modo macabro al violador de su hija y que, al final, había sido él quien terminó adentro… porque así es como la justicia funciona en este país). 

La prisión tenía una especie de microclima: siempre hacía mucho frío, independientemente de la estación del año, como si el sol estuviera enemistado con el establecimiento. Solamente en el patio uno lograba tener una idea cabal de la temperatura… y a él salíamos una vez por semana. Raúl describía tan bien el clima que eso no importaba demasiado. Además, era un gran narrador de historias. Entre los muchachos, teníamos la sospecha de que Raúl las agrandaba o exageraba, pero creo que, en el fondo, todos disfrutábamos de esa cuota de fantasía extra. En cualquier caso, no íbamos a permitir que la verdad arruinara un buen relato.

Una vez nos contó, medio desesperado, que se había levantado tanto viento que cerca de una docena de personas había sido arrastrada por un remolino formado entre el arenero y el espacio donde los jóvenes iban a andar en patines o en bicicleta. Raúl jadeaba, como si estuviera sucediendo de veras (¿y si en verdad era así?), como si estuviera muy afligido por el destino errante de esas inocentes personas. “¿Qué pasó?”, le gritaba Pato desde la celda de al lado, al tiempo que trataba de visualizar al viejo con un pedazo de espejo roto que usaba para emparejar su peinado. Pero luego, mientras lavábamos la ropa –actividad de la que Raúl estaba exento por su delicada salud–, Pato nos dijo: “El viejo estaba medio doblado agarrándose el corazón, como si le estuviera por dar un infarto”. Quizás Raúl sabía que era espiado y simulaba todo, pero Pato insistía en que nunca se había dado cuenta del truco del espejo. 

El modus operandi se repetía diariamente: las celdas se cerraban, esperábamos que los guardias se fueran y la calma retornara a los pasillos hasta que alguno rompía el silencio. “¿Cómo está el día?”, “¿Fue la parejita de la que nos contaste ayer?”, “¿Arreglaron la fuente?”. Raúl contestaba todas las preguntas enriqueciendo cada respuesta, como si fuera un alumno que quisiera sobresalir en la lección. Todos quedaban complacidos. Por supuesto, a cada uno le llamaba la atención un aspecto determinado que tuviera que ver con su vida, con su pasado o, quién sabe, con su futuro. Porque el presente era todo de Raúl y lo que nos contaba del parque. 

Muchas personas asistían al parque a tomar sol o a pasear el perro, y nosotros nos habíamos apropiado de ellas, como si de algún modo fueran ya un poquito nuestras. Una mujer gorda asistía cerca de las cuatro de la tarde, con dos chicos de la mano. A Camilo, mi compañero de la derecha, esos nenes le recordaban a sus mellizos, esos que habían quedado en su país de origen, al cuidado de su madre; entonces preguntaba por ellos casi como si fueran sus propios hijos. “¿No llegaron los melli todavía?” y luego: “¿Quién juega mejor a la pelota?”. Un hombre calvo, siempre vestido de negro, solía llevar una jauría un rato antes de que nos trajeran la cena. Jaime, el hombre más robusto que vi en mi vida, había tenido casi veinte perros con los que vivía en completa armonía y felicidad. Un día, al volver a su casa, el Doberman del vecino había saltado la precaria cerca que los separaba y había asesinado a ocho de ellos. Cuando Jaime llegó a su casa, el jardín era un reguero de sangre y de cuerpos mutilados. Los perros que habían sobrevivido aullaban de una manera desgarradora. Jaime cayó de rodillas, vencido y desesperado. Pero de repente, una furia asesina se apoderó de él y casi sin darse cuenta reaccionó. Él siempre me decía: “Negro, te juro que se me nubló todo y no me acuerdo cuándo fue que agarré la escopeta y se la vacié al ñato en la cara”... En conclusión, Jaime le preguntaba pesadamente a Raúl todos los día por los canes. El pobre viejo, que poco sabía de perros y de razas, se los describía como podía y Jaime revelaba sus amplios conocimientos: “Si, es un Labrador, pero Golden, porque tienen el pelo más lacio que los Labradores comunes”. Así, a fuerza de preguntarle, empezó a creer – en su locura o en su escape– que eran sus perros. Un día, Raúl le dijo que el cuidador le había pegado una patada a un Pequinés, y Jaime empezó a golpear los barrotes de la celda y a gritar como un loco, como si la patada la hubiese recibido en sus propias costillas. El alboroto era tan persistente que dos guardias acudieron a la sección y lo silenciaron a fuerza de machetazos/bastonazos en la cabeza y la espalda. Ese día pasó en silencio. Lo peor de todo fue que, a raíz de ese episodio, Jaime ya no podía ser candidato para suceder a Raúl. 

Yo, por mi parte, estaba enamorado de la mujer de cabello rojo. Creo que era el único de todos los detenidos sin esposa ni pareja. Por lo tanto, mis compañeros fueron democráticos y solidarios y esa mujer de piel blanca, cuerpo exuberante y melena de fuego, me la dejaron para mí. Confieso que decir “enamorado” puede suponer una equivocación, pero mi amor no era puramente platónico. Fantaseaba con salir de allí, cruzar al parque, llamarle la atención y darle un beso que le sacara el aire. Ella ni sabía de mi existencia, pero yo era un buen hombre y me habían encerrado por un delito menor que no había cometido; solo estaba guardando silencio para proteger a mi padre y a dos de sus socios. Supongo que uno tenía que caer, y pensaron que yo era el que resultaría menos perjudicado. Por eso, habían logrado mover sus influencias para acomodarme en el sector más seguro, con los prisioneros menos peligrosos... Nadie molestaba a nadie y, en conjunto, formábamos un grupo bastante unido. Las tareas se hacían amenas entre todos, y las risas, a la noche, a veces eran tan contagiosas que uno podía sentir que desaparecía de allí. La comida era mala, pero muchos de esos reclusos recibían visitas que les traían de todo; a veces, hasta cosas importadas, y no tenían problema en compartirlas. 

Los guardias también solían proporcionarnos cigarrillos a cambio de algunos pesos o trabajos menores como, por ejemplo, ordenar un fichero o reparar una impresora con los cabezales llenos de tinta (tarea de la que yo no tenía idea). Pero si bien la cárcel es un lugar siniestro y la falta de libertad es como vivir con una soga invisible atada al cuello, la diferencia la hacía la ventana de Raúl o, mejor dicho, Raúl y sus reportes diarios. Me acuerdo de una vez, hace como dos años, cuando Raúl fue internado una semana en una sala externa, por un principio de pulmonía que no llegó a concretarse. Me daba cuenta de que todos, inclusive yo mismo, estábamos irritados, de mal humor. Queríamos saber qué estaba pasando. ¿Y si a mi novia le había pasado algo? Está bien, calificarla de “mi novia” era algo delirante; pero cuando uno se encuentra preso posee una enorme necesidad de aferrarse a cualquier cosa para poder desenchufar un poco la cabeza y salir de allí, al menos durante unos minutos. Esa mujer, sin siquiera imaginar mi existencia ni mi embelesamiento plenamente espiritual, y a la que nunca “había visto” más que a través de las palabras de Raúl, alimentaba en mí una esperanza de hierro, un motivo que me borraba la idea de suicidarme. Sí, esa mujer que cada día se sentaba cruzada de piernas, al lado del bebedero, y se ponía a leer un libro de tapas oscuras que, según Raúl, era ‘Crimen y Castigo’, de Dostoievski, aunque bien podía ser ‘Don Quijote de La Mancha’ tomando en cuenta el grosor del volumen … era por quien yo ansiaba mi libertad para conquistarla. 

Esa ventana, ese contacto con el exterior mediado por uno de nosotros, constituía la evasión total que le daba sentido a nuestra vida. Una tarde, Raúl nos estaba explicando cómo habían chocado dos chicos en patines, mientras todos escuchábamos extasiados. Súbitamente, el relato se interrumpió con un golpe seco. Eso podía significar una sola cosa… La partida de Raúl caló tan hondo en todos nosotros que por un tiempo olvidamos la ventana. Ese rústico cuadrado de piedra en la pared no iba a ser lo mismo sin él; él era esa abertura y cualquiera de nosotros que ocupara esa celda no podría llenar esos zapatos tal como los llenaba el viejo. Durante una semana no se hablaba de nada… Raúl era muy querido tanto por nosotros como por los guardias, a los que muchas veces había aconsejado en cuestiones maritales o existenciales. Era desubicado reclamar su celda todavía, pero era innegable que el entusiasmo por ver eso que tanto habíamos escuchado por años y años, se agolpaba en el pecho y todo nuestro cuerpo temblaba de expectativa. Yo no había llevado una conducta ejemplar, a pesar de mis intentos -varias veces me había quejado con la cocinera sobre la comida que nos servían-, así que me mentalizaba con la idea de que yo no sería escogido. Pero sucedió.

Un mediodía, “el petiso orejudo”, como le decíamos a Ramírez, el guardiacárcel de nuestro sector, me puso una mano en el hombro que, a juzgar por la cara lívida de mis compañeros, pude suponer lo que significaba. “Hemos decidido transferirlo a la celda donde estaba Raúl, si es que usted no tiene inconveniente. Luego de las tareas, me busca y hacemos la “mudanza”, dijo y se despidió con una carcajada. No sabía cómo disimular mi alegría. Ramírez se dio cuenta; todos sabían lo mucho que queríamos esa celda. No entendí por qué yo, por qué no otro. Pero no quería abrir la boca. Era lo más grande que podía pasarme en ese lugar. La emoción me desbordaba. Tan alegre estaba que le regalé mi porción de puré –o lo que fuera esa papilla insípida– al turco Gómez. Todos me felicitaron con verdadero cariño; si bien lamentaban no haberla obtenido ellos, sabían que yo podía estar a la altura. Las bromas no tardaron en llegar: “Ojo, no te metas con mis perros” o “Mirame bien a los mellizos que están un poco traviesos”. Yo solo pensaba que iba a conocer a la mujer de cabello rojo, a la lectora.

Luego de algunas actividades, lo busqué a Ramírez y tras ayudarme a cargar mis pocas pertenencias (algunos libros, un portarretrato, etc.), nos dirigimos a la celda ocupada por Raúl hasta hacía pocos días. Esa marcha fue un momento maravilloso, todos vitoreaban, aplaudían y celebraban mi traslado. Fue uno de los mejores momentos de mi vida. La aventura estaba por empezar. 

Ramírez cerró la celda y mirándome a los ojos, con voz muy bajita y con aire compasivo me dijo: “Suerte... y te pido disculpas”. Yo no lo entendí, asentí educadamente y di un salto a la ventana. No sé cómo seguir contándoles... Fue muy impactante lo que sucedió a continuación: los otros presos empezaron a preguntarme qué veía, cómo estaba afuera...Y la ventana, la codiciada ventana... daba a un paredón gris. Era un patio interno y no había rastros ni de plazas, niños, perros, nubes o mujeres de cabello rojo. Reparé en las palabras de Ramírez y al instante entendí el amor inconmensurable que Raúl nos había tenido a todos para inventar sistemáticamente todo lo que nos había dicho a lo largo de no sé cuantos años, para actuar con su cuerpo sensaciones y emociones, dándole a cada palabra un sinfín de posibilidades que nos permitieran soñar. Me largué a llorar en silencio, compungido. Entonces, tragué saliva, abrí la boca y pensé en decirles a mis compañeros que todo había sido una mentira, una ficción para que nuestros días fueran más felices o, mejor dicho, menos decadentes. Pero no pude… Sentí que una misión me estaba encomendada y no había vuelta atrás. Casi todo un pabellón dependía de mí ahora, y los gritos y pedidos no dejaban de sucederse. Presentí que el secreto iba a devorarme los nervios… Aun así, cerré los ojos, me aferré a los barrotes de la celda y tranquilamente les dije: “Muchachos, es un día maravilloso”.


*Relato ficcional a partir de un pasaje de la novela Respiración Artificial de Ricardo Piglia

ESTE RELATO NO HUBIESE QUEDADO ASÍ, SIN EL APORTE Y LA EDICIÓN INCANSABLE DE MI AMIGA SILVIA T., PRIMERO COMPAÑERA EN LAS LETRAS, Y LUEGO, AMIGA DE LA VIDA. GRACIAS SIL.