Música para flotar

lunes, 10 de noviembre de 2014

Relato Salvaje - La continuación real

Afiche promocional del film
Esta historia, de naturaleza feroz pero que no puede tildarse de irracional, me fue referida por una amiga que asistió al cine con su novio a ver la última película de Damián Szifrón: Relatos salvajes. El film, que contó con un aparato publicitario desmesurado, ya fue visto por más de 3.000.000 de espectadores desde su estreno. Presenta seis historias, independientes una de otra, donde sus protagonistas –personas comunes– terminan explotando por alguna situación en particular. Un ingeniero al que la grúa le levanta el auto injustamente, una mujer que se entera de la infidelidad de su pareja el día de la boda, una mesera que debe atender al hombre que provocó la ruina de su padre y su posterior suicidio, un conductor arrogante que debe pagar caro sus bravuconadas, etc. 

Yo asistí a verla seducido por la casi escandalosa publicidad y por la fiebre generalizada. La película me gustó, aunque no al punto de deslumbrarme. Pero no quiero dedicar este espacio para hablar de mis apreciaciones sobre ella o su trama, ni siquiera de las actuaciones. Solamente voy a dar a conocer algo que sucedió en un cine de zona sur (mi amiga me pidió que no diera muchos detalles, así que voy a respetar su deseo) durante la proyección de la película. 

Sala del cine vacía 

Laura (el nombre es de fantasía) y su pareja entraron a la sala y buscaron, ayudándose con la luz del celular, la fila 5, luego la butaca 1 y 3, respectivamente. Laura se sentó en esta última por cortesía de su novio, para que estuviera más centrada con respecto a la pantalla, mientras que él no vio con malos ojos la butaca pegada a la pared acolchonada que le permitía recostarse contra ella, tras un largo día de trabajo en la fábrica. A la derecha de Laura se sentó un hombre solo. “Respiraba con dificultad”, me dijo Laura. “¿Cómo con dificultad?”, quise saber yo. “Tomaba mucho aire como si se estuviera muriendo y luego lo largaba con bronca, con enojo. Se aclaraba la garganta cada dos minutos, como si tuviera un problema, como si le costara digerir algo”. A la derecha del espectador se ubicaron dos muchachos de no más de treinta años, claramente amigos. Hablaban sobre un compañero de la oficina a quien se le había muerto la mujer en un accidente. Detrás de Laura se sentó una mujer obesa con un balde de pochoclo realmente enorme. “De hecho –me comentó Laura–, ni sabía que los vendían de ese tamaño”. La mujer tenía proporciones tan grandes que, cuando llegó y se acomodó al sentarse, hizo saltar algunos pochoclos que fueron a parar a la cabeza del novio de Laura (“uno se le metió por la espalda lo que le generó un fastidio muy divertido”). Delante de la pareja se sentó otra pareja algo despareja. Él, 45 años, con aspecto de bancario aburrido, lucía una camisa escocesa, pantalón pinzado, lentes con aumento, y una calvicie incipiente. Ella era bastante menor y su vestimenta era ideal para un boliche: top oscuro con lentejuelas, calzas negras, un angosto cinturón dorado que le rodeaba su generosa cadera , y zapatos de taco. 

Es increíble lo poco en común que uno tiene con otras personas y, sin embargo, el cine es un evento social donde confluyen todas, donde lo único que une a un grupo de extraños es la película que van a ver. Antes y después de la proyección que compartirán serán extraños, y es muy posible que nunca en la vida vuelvan a verse. 

Lo mismo pasa con la magia del fútbol. Un gerente argentino de una multinacional, que trabaja en Japón, sigue los partidos de su cuadro todos los domingos por Internet y sufre y ama una camiseta, igual que un barrabrava de Sarandí que está metido en negocios de trata y tráfico de sustancias ilegales. El abismo entre ellos no existe cuando la pelota rueda. Sus ocupaciones, su cultura y su visión del mundo quedan reducidos a una pelota. Y ambos pueden gritar un gol abrazados, sin saber nada el uno del otro. Con el cine pasa algo parecido: una masa de gente va a ser partícipe de una experiencia colectiva donde necesariamente y sin meditar en ello, el comportamiento de una sola persona puede modificar y alterar el de otra o la de todos; la proximidad es un riesgo. 


La película comenzó. Laura abrió sus Sugus confitados y su novio abrió un alfajor Milka mousse (golosina rara para ir al cine, quizás por la brevedad que supone). El hombre sentado a la derecha de Laura empezó a temblar. Ella lo miró de reojo y lo vio comerse las uñas con desesperación. Daba sacudidas como cuando uno sueña que se cae. Intempestivamente, él la miró con los ojos tan grandes que ella tuvo que tragar saliva y prometerse mentalmente no desviar la atención de la pantalla. 

La primera historia de la película pone a un grupo de gente –que en apariencia no tiene relación alguna- viajando en un avión. A medida que se van conociendo, se dan cuenta de que todos participaron en algún momento de sus vidas -y de alguna extraña manera- de la destrucción moral de un joven: la novia que lo deja, el profesor que lo reprueba, el psiquiatra. El avión se sacude y todo da a entender que la venganza será terrible… 

Entrada de la función

Laura percibió que su compañero de la derecha lloraba sin reprimirse. Le apretó la mano a su novio para marcárselo, pero él no comprendió el gesto. Se sintió incomoda. Ella es una chica muy sensible y me imagino el momento tenso que habrá pasado. Pero faltaba más aún; cerca de la mitad de la proyección, alguien comenzó a roncar. Era tan fuerte el ruido que parecía amplificado o parte de una broma de televisión. Debía ser una persona que había concurrido sola porque, en caso de estar acompañada, uno espera que la decencia del despierto regularice la situación del dormido. Pero nada... Empezaron a chistar, que es un acto medio cobarde pero que, al menos, representa la irritación de la mayoría. El dormido no se daba por aludido. Algunos rumores se alzaron para que los chistidos se acabaran, como si ya se hubiesen naturalizado los ronquidos. En pocos segundos, era un griterío infernal entre los que pedían silencio, los que chistaban en respuesta a ellos, los que pedían que la persona que roncaba dejara de hacerlo y los que exigían con chistidos que el silencio volviese a reinar en la sala. En un momento de esa batahola, sonó un celular que sin medir consecuencias una señora mayor atendió: “No, Gastón, todavía no pasó la parte en la que Darín explota el coche”... No acabó de terminar la desafortunada frase porque recibió medio vaso de gaseosa en la cara, por su indiscreción. El líquido salpicó las piernas de un nene que se puso a llorar. La madre, en defensa del niño y sumamente estresada, arrojó la fuente vacía de nachos con queso que había comido impactando contra un señor pelado que nada tenía que ver. El contexto empeoraba a cada minuto y los empleados del cine lo advirtieron: las luces se encendieron y la película se detuvo. Algunos se pararon para pedir calma. El misterioso hombre sentado al lado de Laura reía, “no dejaba de reír”, como si todo fuera obra suya. Gente de seguridad acudió a la sala y bruscamente iluminaron con sus linternas a los más encolerizados, aunque las luces ya estaban encendidas. Luego de algunos minutos y de un implícito pacto de paz flotando en un escenario de frágil tensión, las luces se apagaron y la película continuó.


Ya debía faltar poco para que terminara. Laura había leído que la historia de la actriz Érica Rivas era la última, la del desengaño amoroso. Fuera de lo incidentes mencionados, todo parecía encaminarse de la mejor manera. Pero todo iba a complicarse de nuevo: cada vez que en escena el personaje de la novia increpaba a su marido, la mujer de los pochoclos festejaba, vitoreaba enérgica como una ferviente defensora de los derechos de la mujer o como alguien que vivió en carne propia ese funesto momento. Las expresiones salían de su boca con aire revanchista, como si mental y simbólicamente se estuviera vengando de un pasado doloroso. “Tomá, hijo de puta.” “Tomá.” “¿Y ahora que vas a hacer?” “¿Viste, viste malparido?”. Las frases se repetían y el volumen iba in crescendo. La tormenta se avecinaba. Era inminente. Otra vez algunos chistidos… pero lo más impresionante fue lo que ocurrió a continuación. El bancario aburrido que estaba acompañado, sentado delante de Laura y su novio, se paró violentamente buscando a la mujer que profería esos comentarios fuera de lugar. “¿Podés callarte, que queremos ver la película?”, le dijo casi sin saber a quién se dirigía. Seguro que si sabía lo que le esperaba, el futuro pelado no hubiese hecho el menor comentario. La mujer gorda le contestó: “Jorge, ¿sos vos?...” “¡Y estás con esa puta de Milena!”. Creo que más allá de que el costo de la entrada es muy elevado, la película quedó automáticamente en segundo plano. El aire podía cortarse. Esto era algo mucho más jugoso… y más real. 

“Jorge” se quedó aturdido, como si Mayweather le hubiese lanzado un gancho a la mandíbula. El hombre no contestaba. La mujer gorda lo insultaba a él y a ella. De repente, lo inesperado: “Jorge, que seguía parado, en un inesperado y ágil movimiento se arrojó sobre la obesa, y con un elemento filoso que tenía en la mano (luego se supo que era una pequeña tijerita de mano que siempre llevaba al cine para cortar los paquetitos de papas) le provocó un profundo corte en la garganta. Los ojos de la mujer se abrieron y un chorro de sangre, al estilo Kill Bill, brotó de una humanidad que se desinflaba irremediablemente contra su asiento. El novio de Laura, a quien yo conozco y que es un chico muy impresionable, recibió un gran caudal de sangre sobre él y empezó a vomitar. El cine entero gritaba y muchas personas salieron corriendo. “No sabía qué hacer, imaginate el escenario: yo asistiendo a mi novio, viendo la cara de descolocado del tipo ese de la tijerita lleno de sangre, la gente que gritaba, la película que seguía como si nada”, me contaba Laura con su expresión transfigurada al recordar la situación… 

Fachada del Cinemark donde ocurrió el suceso
Yo no puedo creer cómo nada de esto haya salido en televisión, en las noticias o, al menos, en alguna página web. Me cuesta pensar que ninguno de los presentes haya inmortalizado el suceso con un celular, atiné a decirle a Laura. Ella me frenó con la mano, mientras con la otra me pasaba el tercer té de la tarde; en esta ocasión, de frutos del bosque. 

Mientras le ponía azúcar a su mate, Laura me explicó: “Directivos de la productora de la película se hicieron presentes casi tan pronto como la policía, que se llevó detenido al asesino sin ningún tipo de resistencia. Todos los espectadores que asistimos a esa función fuimos conducidos –uno no podía negarse– a una sala bastante oculta en uno de los tantos pisos del complejo de Cines y convidados con café, té o bebida. Un hombre petiso, de pelo canoso y traje muy elegante, nos habló acerca de las consecuencias funestas que podría ocasionarle comercialmente a la película si lo que había pasado llegaba a salir a la luz. Hubo un murmullo de incertidumbre y confusión. Para hacértela corta, dejamos que revisaran todos los teléfonos y borraran los archivos que tuvieran que ver con el caso, firmamos algo así como un ‘pacto de silencio’, y nos pagaron a cada uno cerca de $5000. No está mal, ¿no?”. 

Revisé mis apuntes y me aseguré de que no me faltara nada. Luego me despedí de mi amiga y me fui a casa. En el colectivo, un pasajero discutió con el chofer porque este casi lo corta en dos pedazos al apresurarse a cerrar la puerta. Un par de cuadras antes de bajar, dos chicos le pegaban a uno tendido en la vereda, en las inmediaciones de un boliche de cumbia. Un poco más alejado, otro dormía, totalmente borracho, sentado en el piso y reclinado contra una pared, mientras dos chicas le revisaban los bolsillos… En todos lados y en todo momento, uno puede pasar de víctima a victimario. Nadie parece salvarse de esta red violenta, de esta cárcel sin puertas que es la sociedad actual. No es el país, no es la inseguridad, no es el momento histórico, no es la falta de tolerancia ni la discriminación, quizás –y por desgracia– sea simplemente el hombre.


CORRECCIÓN, MISS GRAMATICA: SILVIA T.