Música para flotar

domingo, 26 de enero de 2014

La génesis de Drácula, su madre y la película de F.F. Coppola (Parte I)

El temible empalador
Existe una historia que muy pocas personas conocen. Una historia que nunca salió a la luz hasta ahora. Una historia con ribetes increíbles que involucra a unos pocos, pero que debe ser revelada por su interés, tanto cultural como cinematográfico. Empecemos por el principio. En la actual Rumania, existió allá por el siglo XV, un terrible príncipe valquirio llamado Vlad Drăculea (1431-1476). El adjetivo “terrible” se justifica si consideramos que el mundo lo conoce con el apodo de “el empalador”, por la peculiar forma en que asesinaba a sus enemigos, y a casi cualquiera que le cayera un poquito mal, como revelan muchas de sus anécdotas. Una de ellas cuenta que un día le preguntó a dos religiosos qué opinaban sobre su método para matar. Uno le dijo que estaba muy bien, que era una excelente manera de atemorizar a los enemigos y advertirles contra quién se enfrentaban. El otro le dijo que le parecía terrible y sanguinario. ¿Qué hizo Vlad? Empaló al que lo había apoyado tratándolo de adulador e hipócrita y dejó vivir al otro. Lo cierto es que por su desbordante nacionalismo es considerado actualmente un héroe rumano.
Su figura aterradora inspiró al joven escritor irlandés Bram Stoker (1847-1912), quien retomando la tradición y agregando un poco de sangre creó al mítico personaje “Drácula”. La novela homónima fue publicada en 1897 y desde entonces no ha parado de ramificarse y encontrar un terreno fértil en todas las vertientes del arte (pintura, música, teatro, etc). Una de las ramas en donde su figura quedó más inmortalizada fue el cine; el quinto arte le dedicó a la figura de Transilvania muchas películas, serias o paródicas, en blanco y negro o color, pero quizás la más renombrada por su calidad, su realismo, su fidelidad al texto original y por qué no, por el maquillaje del conde (de hecho ganó un Oscar por este motivo, los otros dos fueron por “Mejor diseño de vestuario” y “Mejor edición de sonido”) fue la de Francis Ford Coppola estrenada en 1992. Producción que, por otro lado, lo reivindicó del fracaso que significó la tercera parte de la trilogía El Padrino. Personalmente me resulta la mejor adaptación realizada y la recomiendo urgente a aquel que todavía no la haya visto.
Afiche del film
Creo que para un imaginario popular es innegable asociar la figura de Drácula con la magnífica caracterización que llevó a cabo Gary Oldman. No olvidemos por supuesto a Bela Lugosi, el primero e inmortal padre de los vampiros. No voy a contar acá el argumento archisabido del gran padre de los vampiros, sino que voy a referirme a unos acontecimientos extraños, que sucedieron en los días previos y durante la realización del film, contado por uno de los primeros técnicos de Coppola, Marc Dorcel, en su diario íntimo (del que solo disponemos de unos fragmentos porque el original fue robado), situaciones que inexplicablemente tuvieron muy poca repercusión y a las que acá trataremos de hacerles justicia. “Un par de meses antes de comenzar el rodaje, Coppola y una pequeña comitiva integrada por tres escenógrafas, dos editores y algunos financistas de Columbia Pictures, se encontraban recorriendo Rumania en busca de una locación pertinente para el desarrollo de la trama, pero ninguna los convencía del todo. Una tarde calurosa de julio pararon a descansar en una posada derruida, en un pueblito perdido. Allí, el dueño les sugirió un imponente castillo medieval que se encontraba a pocos kilómetros de allí pero afirmó que no sabía si estaba habitado. Sin nada que perder decidieron ir.” (…)“El lugar era efectivamente imponente y todos quedaron maravillados al instante. La arquitectura gótica, las gárgolas con expresión de terror y hasta una atmósfera tenebrosa, que se correspondió con la caída del sol, produjeron un erizamiento general en el grupo al que le pareció ideal para el espíritu de la película. El paso lógico era conversar con el o los dueños y convencerlo/os para poder usar el espacio. En general decían que no pero cuando el ejecutivo de Columbia Pictures informaba lo que podían pagar, todas las puertas se abrían. Pero esto iba a ser diferente a lo que se acostumbraba. Caminando hacia la puerta escucharon lo que parecía ser un lobo. La puerta era de madera y tenía muchas marcas, como de rasguños de animales. No había un timbre visible, así que llamaron con un puño. El golpe se reprodujo 
El castillo que cautivó a Coppola y a sus asistentes
adentro con un eco hueco. No pasaba nada. Volvieron a golpear. Nada. Pasaron los minutos y cuando se disponían a irse, la puerta se abrió ruidosamente. Parecía no haberse abierto en años, siglos. Una diminuta anciana apareció y nadie pudo creer que un ser tan frágil hubiera podido abrir semejante puerta de roble. Estaba en una bata roja y no llevaba calzado. Tenía la piel muy arrugada, los ojos rojos, como de no dormir o como de haberse levantado recientemente… u otra cosa. No dijo nada, así que le explicamos los motivos que nos habían llevado tan lejos de nuestra Norteamérica. Luego de escuchar, asintiendo por momentos, dijo en un inglés muy trabado: “Me alegra que quieran hacer una película acerca de mi hijo…espero que esta vez sea digna”. Una de las chicas, más por nervios que por descortesía, no aguantó la risa y le respondió no sin un poco de sorna: “¿Usted es la madre de Drácula, señora?”. La señora se limitó únicamente a sonreir. A todos se nos heló la sangre. Lo cierto es que esa noche, Kate Brooks, escenógrafa recibida en la Universidad de Princeton, desapareció”. 





CORRECCIÓN: SILVIA. T

domingo, 19 de enero de 2014

La taza suicida

     Entré –habré abierto la puerta muy abruptamente– y escuché cantar a una taza. Pero permítanme explicarme mejor: al ingresar a mi casa tuve la sensación de que una melodía se había interrumpido de repente, como si alguna actividad estuviera llevándose a cabo en la cocina. Prendí la luz y lo único que encontré sobre la mesada fue una taza. Siempre sospeché que, al irme, cosas extrañas sucedían; y esta vez no pude haber estado más cerca. Pero la taza, por supuesto, permanecía impávida. Silenciosa y fría. Había un resto de leche en su interior. Solía dejarla sin lavar, es cierto, pero ignoraba que eso me traería tan funestas consecuencias.
      Yo no lo sabía a ciencia cierta, pero en mi intuición estaba develando un secreto que a la humanidad aún nos está vedado: que las cosas inanimadas tienen vida; o al menos participan de alguna extraña existencia. La taza no tiene boca, no tiene lengua, tampoco dientes ni una conformación anatómica que le permita articular sonidos; mucho menos, cantar. Solo es una taza. Pero juro que yo la escuché canturrear...
      Sin saberlo, porque no tenía manera, la taza estaba rebelándose contra el descuido al que era sometida. El asa estaba parcialmente quebrada porque una vez se me había resbalado cuando la enjuagaba y, como dije antes, no solía estar limpia. Además, la constante acumulación de chocolate le había formado en el fondo una mancha que percudía su blancura.
El chocolate que empezó a deteriorar la blancura
Esta clase de desatenciones hicieron mella en su ánimo. Entonces la taza, cansada e irritada, decidió manifestarse. Y las tazas, cuando están enojadas,
  se manifiestan con una dulce melodía. Hasta en eso son más civilizadas que los seres humanos que gritamos, rompemos, imponemos y causamos daño. Ella solo cantaba su fastidio. Supongo que hubo un montón de pistas que no supe ver, que no entendí, como esta.
      Un día volví a casa más temprano. Hacía mucho calor y fui a la cocina a tomar un poco de jugo. Me llamó la atención no ver la taza que siempre quedaba en el fregadero, a la espera de mi buena voluntad con el detergente. No me importó demasiado, como solía suceder, y tras saciar mi sed, me olvidé del asunto y fui a sacar la ropa colgada en el balcón que, supuse, ya se habría secado.
La taza apunto de arrojarse
      Quedé aterrorizado con la imagen. Hastiada ya de tantas melodías incomprendidas, de protestar tan pacíficamente, había tomado una decisión extrema: suicidarse. No sé cómo llegó hasta allí. Se había encaramado a la baranda y se tambaleaba. Lo último que recuerdo es que corrí a evitarlo pero, para entonces, ya se había lanzado al vacío. Los cereales fueron cómplices, o quizás le llenaron la cabeza (cabeza “hueca” de loza) para que lo hiciera. Lo cierto es que los vi en su interior, como aprobando,     hasta disfrutando, diría yo, de lo que iba a suceder. Nunca más voy a subestimar a una taza. Al caer, impactó contra un transeúnte que perdió la vida instantáneamente bajo una ridícula lluvia de copos integrales; y no faltaron vecinos pugnando por señalar de dónde había caído el objeto contundente. Por supuesto, no pude probar mi inocencia y culpar a ella del  fatal “accidente”.
Uno de sus antepasados directos en una caricatura
      Y ahora que tengo tanto tiempo para pensar, reflexiono acerca de todo el sufrimiento por el que habrá pasado mi taza, cómo mi abandono habrá herido su sensibilidad. Ella, que provenía de una familia tan numerosa, de origen y nombre afamado, de una época en que los juegos de loza inglesa eran para veinticuatro comensales; sí, del tiempo en que se reunía alegremente con las otras piezas-hermanas para formar parte de grandes mesas en las que muchos invitados compartían sin prisas la relajada hora del té. Poco a poco, se había ido quedando sola, ya nadie la cuidaba, ni siquiera yo que debía velar por ella... 
      Y entonces desde la celda, mientras tomo un caldo desabrido, pienso si esta taza de tosco material que calienta mis manos, llena de marcas de golpes acumulados durante años, tendrá la capacidad de ayudarme a escapar de este destino al que me condenó su congénere o, al menos, de cantarme por las noches...
Una imagen más de la taza suicida contemplando la calle 

Co-autora: SILVIA . T

lunes, 13 de enero de 2014

Av. Córdoba y Reconquista

Una esquina para enamorarse...y sufrir
     En un rato, Nicolás y Carla se encontrarán en la esquina de Reconquista y Córdoba. La expectativa es inmensa y cada uno, desde su naturaleza, fantasea con el encuentro, con lo que pasará, con las cosas que se dirán. Son cazadores y viven la vida con intensidad, y por eso no les preocupa el nivel de juego del encuentro. Ellos no pierden. De cualquier forma van a sacar los dientes porque así son, ya sea para amar o para matar. 
     Él ronda la zona con más de media hora de anticipación y se advierte algo nervioso. El calor y las horas en la calle lo han convertido en una persona de aspecto deplorable: transpirado, con el pelo revuelto, la chomba arrugada. Nicolás tiene novia pero no puede meditar sobre eso ahora, solo piensa en los ojos de Carla, en su acento, en su figura, en todo el torbellino que le provoca cuando baila en su cabeza. Ella transita momentos difíciles en la oficina, trata de guardar una compostura ejecutiva y profesional, pero en el fondo piensa en que en un ratito volverá a ver a Nicolás, su viejo compañero de la facultad que por esas obras del destino o por mera casualidad o causalidad, fue a presentarse en su trabajo buscando información para realizar un viaje al destino del que Carla es oriunda y representa a través de la embajada. 
     Les sacude el pecho recordar el final del primer encuentro, del primero luego de los diez años, donde el escuchar el nombre del otro detonó un viaje introspectivo en cada uno. Ese día despertaron con la sensación familiar de que sería una jornada normal. Hasta mitad de la tarde no parecía que fuera a suceder cosa alguna, pero sus destinos ya estaban escritos o sus libertades consumadas.
12 de junio

El día del encuentro, Nico no quiso llegar con las manos vacías y entró a un kiosco a comprarle a Carla una golosina, alguna cosita dulce.Nunca trámite tan trivial significó tanta complejidad. Los productos, más allá de ser puros dulces, guardaban secretamente una connotación. No era lo mismo regalar un Dos corazones que un incómodo paquete de pochoclos. El fastidio del vendedor y el apuro de otro comprador lo llevó a elegir un bocadito Tita, una pequeña galleta recubierta de chocolate que a su entender cumplía decentemente con la intención de presentarse con algo y sorprenderla. 
Cruzó avenida Córdoba y tras un pequeño rodeo, decidió esperarla parado arriba de uno de los escalones de una puerta secundaria del hotel de la esquina. En su cabeza la recordaba alta, incluso más que él y se acomplejaba ante esta imprevisibilidad. Debía pararse derecho y no jorobarse. 
Ella se miró al espejo del baño de su oficina, la hora se acercaba. Estaba segura, como solía estarlo, y se veía preciosa, despampanante. Se perfumó el cuello, las manos y el pecho. Haciendo uso de su hora de almuerzo, bajó en un ascensor destartalado, saludó al portero y salió al encuentro de Nicolás. Su respiración estaba agitada, tenía maripositas en la panza. La incertidumbre era protagonista…

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La misma rosa el 12 de diciembre
     Entre las cervezas que tomaron esa tarde y terminar con las vidas deshechas, casi nueve meses después, hay un abismo de tiempo, de intensidad, de sueños y decepciones que es imposible evaluar. Así como no se puede entender el amor que una persona puede sentir cuando mira a otra a los ojos, menos se puede entender una relación que floreció rápidamente como la rosa más roja del jardín de la vida y se marchitó a fuerza de tanta promesa rota. ¿Cómo no va a perder los colores si se la empieza a ver en blanco y negro? Es imposible que una flor resista si son dos las personas que soplan para voltearla. 
Sentados allí en ese bar, padeciendo una feliz ignorancia, desconocían que faltaban meses para que viajaran juntos. Sin embargo, faltaba muy poco para que se enamoraran y empezaran una relación, al menos una relación de escorpiones y asesinos. Faltaban poquitos días para que él la invitara a cenar a su casa y un abrazo diera vuelta el tablero de sus seguridades. Todavía no estaba en los planes lastimarse ni los engaños y las mentiras. Esa esquina que circunstancialmente los reunió allí, fue el comienzo de algo maravilloso, y a la vez el principio del fin. 

   Hace unos días, el viernes diez de enero, dos personas se encontraron finalmente alrededor de las seis de la tarde tras conocerse una semana antes, pero en la nochecita, en el after de un pub de Retiro. Se pasaron los celulares y estuvieron toda la semana escribiéndose, hablando por horas, ilusionándose. Tenían que verse, no podían esperar más. Se sonríen, se miden y se gustan. Ella se siente gustada, él se ilusiona. La esquina de Reconquista y Córdoba, la esquina del amor y del desamor, la del punto céntrico que de lunes a viernes exuda vida y movimiento y los fines de semana propone muerte y soledad, es testigo silencioso de algo que está naciendo otra vez y que lamentablemente morirá.