Entré –habré abierto la puerta muy abruptamente– y escuché
cantar a una taza. Pero permítanme explicarme mejor: al ingresar a mi casa tuve
la sensación de que una melodía se había interrumpido de repente, como si
alguna actividad estuviera llevándose a cabo en la cocina. Prendí la luz y lo
único que encontré sobre la mesada fue una taza. Siempre sospeché que, al irme,
cosas extrañas sucedían; y esta vez no pude haber estado más cerca. Pero la
taza, por supuesto, permanecía impávida. Silenciosa y fría. Había un resto de
leche en su interior. Solía dejarla sin lavar, es cierto, pero ignoraba que eso
me traería tan funestas consecuencias.
Yo no lo sabía a ciencia cierta, pero en mi intuición estaba
develando un secreto que a la humanidad aún nos está vedado: que las cosas
inanimadas tienen vida; o al menos participan de alguna extraña existencia. La
taza no tiene boca, no tiene lengua, tampoco dientes ni una conformación
anatómica que le permita articular sonidos; mucho menos, cantar. Solo es una
taza. Pero juro que yo la escuché canturrear...
Sin saberlo, porque no tenía manera, la taza estaba
rebelándose contra el descuido al que era sometida. El asa estaba parcialmente
quebrada porque una vez se me había resbalado cuando la enjuagaba y, como dije
antes, no solía estar limpia. Además, la constante acumulación de chocolate le
había formado en el fondo una mancha que percudía su blancura.
|
El chocolate que empezó a deteriorar la blancura |
Esta clase de
desatenciones hicieron mella en su ánimo. Entonces la taza, cansada e irritada,
decidió manifestarse. Y las tazas, cuando están enojadas, se manifiestan con una dulce melodía. Hasta
en eso son más civilizadas que los seres humanos que gritamos, rompemos,
imponemos y causamos daño. Ella solo cantaba su fastidio. Supongo que hubo un
montón de pistas que no supe ver, que no entendí, como esta.
Un día volví a casa más temprano. Hacía mucho calor y fui a
la cocina a tomar un poco de jugo. Me llamó la atención no ver la taza que
siempre quedaba en el fregadero, a la espera de mi buena voluntad con el detergente.
No me importó demasiado, como solía suceder, y tras saciar mi sed, me olvidé
del asunto y fui a sacar la ropa colgada en el balcón que, supuse, ya se habría
secado.
|
La taza apunto de arrojarse |
Quedé aterrorizado con la imagen. Hastiada ya de tantas
melodías incomprendidas, de protestar tan pacíficamente, había tomado una
decisión extrema: suicidarse. No sé cómo llegó hasta allí. Se había encaramado
a la baranda y se tambaleaba. Lo último que recuerdo es que corrí a evitarlo
pero, para entonces, ya se había lanzado al vacío. Los cereales fueron
cómplices, o quizás le llenaron la cabeza (cabeza “hueca” de loza) para que lo
hiciera. Lo cierto es que los vi en su interior, como aprobando, hasta disfrutando, diría yo, de lo que iba
a suceder. Nunca más voy a subestimar a una taza. Al caer, impactó contra un
transeúnte que perdió la vida instantáneamente bajo una ridícula lluvia de
copos integrales; y no faltaron vecinos pugnando por señalar de dónde había
caído el objeto contundente. Por supuesto, no pude probar mi inocencia y culpar
a ella del fatal “accidente”.
|
Uno de sus antepasados directos en una caricatura |
Y ahora que tengo tanto tiempo para pensar, reflexiono acerca
de todo el sufrimiento por el que habrá pasado mi taza, cómo mi abandono habrá
herido su sensibilidad. Ella, que provenía de una familia tan numerosa, de
origen y nombre afamado, de una época en que los juegos de loza inglesa eran
para veinticuatro comensales; sí, del tiempo en que se reunía alegremente con
las otras piezas-hermanas para formar parte de grandes mesas en las que muchos
invitados compartían sin prisas la relajada hora del té. Poco a poco, se había
ido quedando sola, ya nadie la cuidaba, ni siquiera yo que debía velar por
ella...
Y entonces desde la celda, mientras tomo un caldo desabrido,
pienso si esta taza de tosco material que calienta mis manos, llena de marcas de golpes acumulados durante
años, tendrá la capacidad de ayudarme a escapar de este destino al que me
condenó su congénere o, al menos, de cantarme por las noches...
|
Una imagen más de la taza suicida contemplando la calle |
Co-autora: SILVIA . T