Música para flotar

miércoles, 3 de junio de 2015

Los trabajos de Victorino

El General Bárcenas
Curiosos fueron desde siempre los trabajos de Victorino. El muchacho, cuyo nombre fue elegido caprichosamente por su madre, veracruzana de nacimiento, en honor al militar que participó en la Revolución mexicana (Victorino Bárcenas), había sido invitado por Paula a su cumpleaños, dada la cordial relación de vecinos que tenían. Allí, en el sillón –ese medio ajado de tela verde–, me hice amigo de él hace algunos años. Su contextura fue lo primero que me llamó la atención: su espalda duplicaba en ancho a la mía y su quijada parecía indicar que desayunaba acero, sin padecer indigestión alguna.

Por sus proporciones hubiese jurado que se trataba de un guardaespaldas o uno de esos fornidos combatientes de lucha libre. Pero con el tiempo, cuando empecé a tratarlo y encontrar en él gustos en común, me topé con un grandulón extremadamente sensible, fanático de las novelas de Jane Austen y del arroz con atún de su madre. Victorino era un tipo particular: vestía siempre de camisa leñadora, jeans azules tirando a negros y borceguíes marrones. Los años se habían ido llevando su delicado y fino cabello castaño, pero poseía una tupida barba rubia. Era toda una estampa de leñador, un hombre atrapado estéticamente en los ’90, y geográficamente, en Canadá. Paradójicamente odiaba ese país sin razón, así como algunos odiaban la coliflor sin haberla probado. Usaba un reloj de pulsera extremadamente pequeño. Los números y las agujas eran tan pequeñas que llevaba siempre en el bolsillo, requisito indispensable para saber la hora, una lupa de bolsillo que triplicaba el tamaño del reloj. Entre los muchachos, suponíamos que esa pequeña prenda con correas gastadas revestía alguna importancia sentimental.

La deliciosa bebida de Coca-Cola
Asistía a todas las invitaciones y/o reuniones sociales con una botella de agua saborizada de dos litros y cuarto en la mano, pero no de cualquier marca o cualquier sabor… específicamente Aquarius, y de pera. En la otra mano llevaba un libro. Cuando le preguntaban por qué llevaba uno a un casamiento, por ejemplo, contestaba que si la cosa se ponía aburrida, él sería el único entretenido. No era mala idea. La bebida no tenía mucha explicación, simplemente le encantaba y lo que era mejor –para él, para su sed–, a nadie más le gustaba. Por lo tanto, esto generaba un doble mecanismo: se aseguraba de quedar cortés, sin caer en ningún lugar con las manos vacías, y podía ir midiendo el grado de necesidad de consumirla.

Pero todo o casi todo lo que vuelve interesante a Victorino, tiene que ver con los empleos  que consiguió o “le cayeron” a lo largo de su vida. Recuerdo que la primera vez que vino a casa, al escuchar la música que sonaba me refirió uno de ellos. Él trabajaba en la organización del evento, y como había entrado hacía poco a esa empresa, le encargaron una de las tareas más pesadas: le había tocado seleccionar confites rojos y solamente rojos, como parte de las exigencias caprichosas y sin sentido de un artista internacional que se presentó en el estadio Libertadores de América, artista que sonaba a través de los parlantes de mi departamento en ese momento. Sumado a eso, el logo de cada M&M debía estar mirando para arriba, lo que lo obligaba a custodiar celosamente el enorme recipiente en todo momento porque un solo movimiento, aun un pequeñísimo impulso, desacomodaría los dulces y generaría quién sabe qué consecuencias funestas. En su casa, el pobre practicó cómo ordenarlos, una semana entera. La cosa se ponía seria cuando se acababa la primera capa, es decir, la externa, porque el confite de abajo también debía continuar el orden, y así sucesivamente. ¿Serán los músicos tan prolijos para no desarmar la secuencia o era solo una manera de probarlo? Como sea, debía hacerlo y no molestar con preguntas. 

El codiciado confite de chocolate
Cuando bromeábamos al respecto, él siempre contestaba con una cuota de orgullo herido: "alguien tenía que hacerlo". La parte de los confites salió milagrosamente bien, incluso fue felicitado por la comitiva que rodeaba al artista. Pero se equivocó en la tonalidad de rojo que el célebre baterista había reclamado para el sillón de pana de su mascota. El famoso empezó a los gritos revoleando los palillos al tiempo que alegaba la falta de compasión y lo mucho que dañaba la vista de su caniche Puffer. Ah, porque ese es otro dato que me olvidé de mencionar: Victorino no solo tenía empleos raros, sino que duraba poco tiempo en ellos. Yo creo que una mala suerte lo perseguía o, al menos, siempre lo encontraba. 

En algún momento se fue a Francia a probar suerte y a los pocos meses estaba trabajando de "nariz", es decir de esos sujetos que testean si la fragancia puede o no vender para las grandes empresas de perfumes. Ojo, yo lo tuve que buscar en Internet porque cuando me lo contó por mail pensé que me estaba cargando, ni sabía que existía esa profesión. Al parecer, tenía como un don para el tema, casi como el siniestro personaje de Süskind.

Su madre fue a verlo y cuando volvió nos contó –café con leche y medialunas mediante– que la disciplina que Victorino tuvo que adoptar para trabajar allí había sido casi Zen. Se acostaba temprano, no podía consumir nada con sal, picantes o aderezos; debía comer poco –y encima una dieta casi exclusivamente a base de pollo, lo que le había provocado una delgadez extrema, que asustó a doña Toca–, no podía usar perfumes ni fragancias corporales como desodorantes o antitranspirantes. Eso no es todo, tuvo que someterse a una operación de nariz para que le quemaran los cornetes y así permitir más entrada de aire a la fosa nasal. En otra intervención quirúrgica le quitaron algunas glándulas sudoríparas para anular su transpiración. El sexo le era permitido dos veces a la semana: viernes y martes, ¡vaya uno a saber por qué! Debía usar determinado tipo de ropa y le estaba terminantemente prohibido resfriarse. Eso sí, el sueldo era bien jugoso y compensaba en parte las estrictas normas que debía seguir a rajatabla. 

María Carolina Josefina Pacanis Niño,
mejor conocida como Carolina Herrera
 
Todo iba bastante bien hasta que la desgracia sucedió. Porque además de tener mala suerte, yo creo que era medio “catrasca”, algo mufa, bastante torpe, condiciones que sumadas a la falta de fortuna, hacían de él un combo fatal. Un mediodía en el laboratorio se llevó sin querer,  y por supuesto, con mucho desatino, un vaso con una fragancia incolora: la confundió con agua. Cuando  se sentó, exhausto por un día agotador, se corrió el barbijo y, sin pensar, tomó el líquido de un solo trago. Media hora después, estaba internado en el Hospital de Rems. Carolina Herrera preparaba productos altamente nocivos en caso de ser ingerido, y le tuvieron que hacer un lavaje de estómago por intoxicación. Pero ojalá la cosa hubiese acabado allí; la compañía en la que trabajaba no solo lo despidió sino que le inició una demanda judicial por considerar que Victorino había tomado el líquido para luego "vendérselo" a la competencia. Una completa locura, sí. Al parecer, mediante dificultosos procesos, se puede depurar la orina y separar el perfume de las toxinas y los sedimentos. Él se defendió una y otra vez pero no hubo caso, no pudo convencer al magistrado que lo expulsó literalmente del país galo para siempre.

Un día viajaba en colectivo, y frente a él un adolescente o quizá un hombre de aspecto muy joven manipulaba su celular de forma tan extraña que Victorino comenzó a sospechar que le estaba sacando fotos. De repente, un rápido flash lo iluminó; sí, le estaba sacando fotos. Al principio se sintió halagado, algo curioso, pero luego empezó a sentirse cada vez más enojado. Al instante recordó que el día anterior se había caído por las escaleras de su edificio porque otra vez se había cortado la electricidad, y a pesar de los insistentes reclamos, la Administración se negaba a colocar luces de emergencia. Rodó como siete pisos, y el cuerpo le había quedado blando como un plato de ñoquis. Tenía moretones en todo el cuerpo y uno muy visible en la cara. Gracias a su gran contextura no se había hecho demasiado daño, pero lo que lo sacaba completamente de quicio era la mezquindad del consorcio, considerando el enorme valor de las expensas que cobraba.

No había sido el único en caer; al rodar, vio desparramados como a diez vecinos a lo largo de todo su doloroso recorrido, vecinos que por suerte lograron detenerse antes o amortiguarse con alguna de las paredes. Él era tan pesado que no lo logró.

Otro flash lo hizo volver a la realidad; el chico seguía inmortalizándolo con su pequeño dispositivo y Victorino no tuvo más paciencia. El diálogo fue algo así, o más o menos así me lo contaba mi amigo:

– Disculpame flaco, ¿por qué me estás sacando fotos?

– Señor… usted es la cara que estábamos buscando…

– ¿Qué cara…qué…qué me estás diciendo?

– Usted, señor… ¿está preparado para saltar a la fama?

Victorino, con el cabello más oscuro, un 
aspecto formal lejos del escocés, y su cara
tradicional de "tipo duro" a pesar de ser
más bueno que un pancito flautín.  
Luego de eso, hubo un intercambio que pasó de dudoso a amigable, y entonces Victorino bajó de ese colectivo con la certeza de que su carrera laboral tomaría un nuevo e impredecible rumbo. Veía la tarjeta impoluta que le había entregado el joven, leía y releía su nombre, su teléfono, su alto puesto…no perdería nada con llamarlo. Estaba sin trabajo y tampoco podía especular tanto. Eran los ‘90 y la cosa pintaba difícil, la desocupación era como una soga en el bolsillo. “Así que al otro día llamé y fui a ese Estudio de la calle Dorrego”, me contaba Victorino pasándome un mate.

Meses después, luego de muchas sesiones con dibujantes, fotógrafos, estilistas, maquilladores, continuistas, ilustradores y peluqueros, Victorino se convirtió en el “modelo vivo” de los personajes de la marca Kevingston, empresa del rubro de la indumentaria  inspirada básicamente en el Polo y el Rugby. Debió firmar un contrato de confidencialidad (tenía terminantemente prohibido hablar sobre su trabajo) y exclusividad (no debía aceptar ni trabajar en nada relacionado a los medios de comunicación) durante una década.

Le pagaban una fortuna y es por eso que luego renovó el contrato y luego, otra vez. Desde entonces, miles de personas llevan en sus remeras jugadores embarrados golpeando una pelota o tomando una cerveza; todo un imaginario inspirado en el rostro de Victorino. De hecho, yo tenía una remera de esa marca que me habían regalado alguna vez, y cuando me contó todo esto, volví a casa a buscarla y efectivamente pude ver a mi amigo en esas caras llenas de moretones, con algunas vendas embarradas. El mundo de la publicidad es un misterio, por lo menos para mí. Ahora era como una estrella de los medios, pero una estrella conocida solo por unos pocos; pero no por eso dejaba de recibir invitaciones a cenas, presentaciones, eventos de gala. La fama con las mujeres fue en alza. Y si bien siguió teniendo algunos golpes por caídas o distracciones, Kevingston lo alentaba a infligirse cada vez más y mejores heridas, que eran recibidas con entusiastas aplausos cuando asistía a una nueva sesión de fotos.

Una curiosidad: uno de los pocos acuerdos que había pactado cuando firmó ese primer contrato, era el de recibir al menos una copia de cada remera, llavero o muñequito que saliera. La empresa había aceptado sin poner un solo ‘pero’. En tantos años de actividad publicitaria, la casa de Victorino se había convertido en un museo atestadísimo de figuras, objetos y prendas inspiradas en su rostro. Hasta atrás del inodoro, uno advertía un pilón de porta documentos y fundas para celular. Victorino se convirtió, con el paso del tiempo, en un acumulador enfermizo que, sumado a un ego disparado por ese constante reflejo de sí mismo, perdió noción de la realidad.

Estos fueron los calzones asesinos de Victorino
Durante un tiempo dejó de aparecer en los lugares que solía frecuentar. No contestaba los llamados ni respondía los mails. Hasta que sucedió lo peor, algo impensable: los vecinos empezaron a sentir un desagradable olor que salía de su departamento y no se parecía al cerdo agridulce que semana tras semana intentaba preparar. Victorino estaba muerto, debajo de unas cajas inmensas llenas de calzoncillos tipo boxer que se le habían caído encima. La causa de la defunción fue principalmente asfixia, pero tenía síntomas de desnutrición y deshidratación también. La marca, por una sospechosa cláusula del contrato que al parecer fue algo “retocado”, según los peritos judiciales, se apropiaría para siempre de  la figura del fallecido, sin lugar a reclamos por parte de terceros.

Ahora genera cierta desazón cruzarse con su rostro en los productos, donde sea que se encuentren, pero pienso que por otro lado es una manera de inmortalizarlo, de mantener su imagen viva para siempre. Cada vez que bajo al sotano y veo los soquetes enmarcados en mi pared, autografiados por Victorino, no puedo evitar que se me piante un lagrimón.
¡Hasta siempre amigo!

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 Ningún escrito de este blog (ningún escrito de ningún blog del mundo) podría/debería existir sin la lectura, corrección y sabiduría de Silvia T.
Gracias
una vez más amiga de la vida.