Una postal desde el 132 |
La
semana pasada viajaba sentado en un colectivo de la línea 132, absorto en la
lectura de un libro de César Aira y escuchando música, cuando una persona se
paró a mi lado y se agarró del pasamanos del asiento de adelante. Mi reacción
inmediata fue mirarla, por un inevitable instinto de curiosidad y porque su
altura había tapado bruscamente la luz que daba sobre mi libro. Era una mujer
madura, de tez trigueña, con algunas pecas que manchaban dulcemente sus
mejillas, labios finitos que delineaban una boca grande, larga mejor dicho,
cabello castaño lacio y un mechón que le caía juvenilmente por la cara
tapándole parcialmente el ojo izquierdo. Su nariz era fina y puntiaguda y sus
ojos eran enormes y hermosos, casi que se podía nadar en ellos. Sus pestañas
parecían capaces de acariciarte debido a la longitud que tenían. Tenía rubor en
la cara y llevaba los ojos delineados sutilmente. No usaba rouge y sus
labios se veían un poco descuidados. Vestía ropa de trabajo, pero no llegaba a
ser formal: camisa color crema con las mangas semiarremangadas, pantalón
pinzado escocés, zapatos de un tono oscuro que combinaban con una cartera un
poco grande para su contextura; alta, pero muy delgada. En la mano libre
cargaba una bolsa blanca con el nombre de una conocida cadena de librerías, en
la que parecía llevar exámenes. Volví a retomar la atención en la novela pero
algo en mí se encendió cuando recordé quién era…
Cuando
yo cursaba la escuela primaria, no recuerdo con exactitud mi edad, pero habrá
sido entre mis 10 y 13 años, tuve como profesora de Inglés a una chica muy
joven llamada Florencia, o “Miss Flor.” Los amores de un niño son muchos y
frecuentes, pero en cualquier caso son intensos y yo me había enamorado
perdidamente de ella. Por
supuesto que cuando uno recuerda desde la adultez las cosas se desvirtúan
inevitablemente y la nostalgia solo
sirve para matizar una situación que se justificaba en un anhelo tanto
platónico como inverosímil; pero en ese momento, cuando ya se empieza a dejar de
ser un niño, todo lo que sucede es puro realismo, porque no existe otra verdad
posible, y no hay noción de nada más allá de lo que vivimos.
Yo de "negrito" abrazando a mi tío y abuelo |
En
el acto de fin de año, actué de "negrito" y tuve que entonar una canción junto a
un grupo de compañeritos cuyos rostros también habían pasado por el corcho
quemado. Miss Flor nos coordinaba y yo le pedí encarecidamente a mi papá que la
filmara solo a ella, que durante la interpretación se olvidara de mí y se focalizara exclusivamente en su figura.
Era chico, pero tuve una noción evidente de que la perdería, de que esa
circunstancia era nuestro último momento juntos en la vida y pensaba que
posiblemente una cámara lograra la ilusión de poder quedarme con un poquito de
ella, al menos con su imagen. Por suerte, por amor a mí o porque papá es papá
–con todo lo que eso implica–, siguió al pie de la letra mis anhelos y la figura de Miss Flor (ubicada de espalda a los padres, de frente a nosotros), ocupó
gran parte de la filmación para enojo considerable de mamá que no lo podía creer
cuando nos juntamos alrededor de la televisión, y vimos como el zoom se
acercaba y se alejaba de esa estrecha figura. Yo era el único que no podía
culparlo por su enorme gesto, ¿acaso alguien podía resistirse a la belleza de
mi maestra de Inglés? En absoluto. Sentirse tentado por ella era casi un
principio básico, una verdad absoluta. Además, ella era dulce, amable y, de
alguna manera, simétrica, sensual y maternal al mismo tiempo. El
año lectivo terminó, pasé de grado y Miss Flor quedó algo olvidada y relegada
seguramente por una nueva profesora de cualquier otra materia, aunque a decir
verdad nunca tuve profesoras lindas de Matemática, Ciencias Naturales o Química
(mi colegio primario no era mixto y casi no conocí chicas, fuera de mi prima y
la hermanita menor de mi compañero Juan Pablo). Yo la seguía viendo por los
pasillos pero ya no era lo mismo. Me habré enamorado muchas veces más, pero
ninguna maestra me generó tanta adrenalina y entusiasmo; y a pesar del tiempo
vivido, no recuerdo la cara de ninguna otra
profesora ni otro nombre que el de Florencia, Flor, Miss Flor, mi
maestra de Inglés del colegio.
Mi promoción y destacada, mi cara de payaso |
Cuando volví a alzar la mirada –sin dudas era ella–, comprobé que el tiempo la había castigado levemente al costado de los ojos donde se vislumbraban los años transcurridos, su cuello presentaba arrugas indisimulables que intentaban pasar desapercibidas con una chalina, y parecía algo cansada. Sin embargo, el paso del tiempo no había podido con su belleza, aunque para mi decepción, no la vi tan hermosa como la recordaba. La contradicción me desconcertaba, la veía tan parecida a la que recordaba y a la vez tan distinta a la que había sido... ¿Pero la estaba asimilando tal como se me presentaba ante los ojos o la encontraba como me hubiese gustado verla? No podía determinar lo que había cambiado. A pesar del tiempo, que suele ser una variable algo caprichosa para considerar, no lograba darme cuenta. Finalmente lo entendí: ¡ya está!, me dije. Descubrí que el que había cambiado más era yo mismo. La idealización que alguna vez supe construir de ella se había terminado, ya no encarnaba a esa mujer-ángel-profesora-madre ni ocupaba más ese pedestal donde alguna vez la había colocado; ahora solo era una mujer terrenal aún bonita, pero avejentada, que viajaba en un colectivo. Su juventud pertenecía al pasado, pero cómo no habría de serlo, ¡si mi propia juventud acaso estaba terminando! Los años me quitaron la inocencia y si antes ella simbolizaba una Eva de pizarrón, ahora no significaba para mí más que una mujer como cualquier otra. El tiempo, siempre tirano, nos había emparejado socialmente de alguna manera: antes fue mi maestra, ahora yo soy Licenciado en Letras. Había un abismo entre nosotros. ¿Se pondría contenta al saber que me había dedicado a dar clases? En un segundo pensé en todo lo que había pasado luego de ella y ¡uff!, resultaba imposible recordarlo en tan poco tiempo. Tantos cambios, tanto crecimiento, tantas mujeres, ¿por qué no?… (¿Por qué será que con el paso del tiempo uno se vuelve más exquisito con la elección de las chicas? Será porque antes uno era chico y no tenía ni experiencia, ni margen de comparación ni posibilidad de elegir: lo que se daba estaba perfecto). Posiblemente ahora, si no la conociera de antes, no hubiese logrado cautivarme.
El "negrito" se licencia años más tarde |
CORRECCIÓN, EDICIÓN, PULIDO Y TANTAS OTRAS TAREAS: SILVIA T.