Música para flotar

viernes, 27 de junio de 2014

Miss Flor

Una postal desde el 132
La semana pasada viajaba sentado en un colectivo de la línea 132, absorto en la lectura de un libro de César Aira y escuchando música, cuando una persona se paró a mi lado y se agarró del pasamanos del asiento de adelante. Mi reacción inmediata fue mirarla, por un inevitable instinto de curiosidad y porque su altura había tapado bruscamente la luz que daba sobre mi libro. Era una mujer madura, de tez trigueña, con algunas pecas que manchaban dulcemente sus mejillas, labios finitos que delineaban una boca grande, larga mejor dicho, cabello castaño lacio y un mechón que le caía juvenilmente por la cara tapándole parcialmente el ojo izquierdo. Su nariz era fina y puntiaguda y sus ojos eran enormes y hermosos, casi que se podía nadar en ellos. Sus pestañas parecían capaces de acariciarte debido a la longitud que tenían. Tenía rubor en la cara y llevaba los ojos delineados sutilmente. No usaba rouge y sus labios se veían un poco descuidados. Vestía ropa de trabajo, pero no llegaba a ser formal: camisa color crema con las mangas semiarremangadas, pantalón pinzado escocés, zapatos de un tono oscuro que combinaban con una cartera un poco grande para su contextura; alta, pero muy delgada. En la mano libre cargaba una bolsa blanca con el nombre de una conocida cadena de librerías, en la que parecía llevar exámenes. Volví a retomar la atención en la novela pero algo en mí se encendió cuando recordé quién era…
Cuando yo cursaba la escuela primaria, no recuerdo con exactitud mi edad, pero habrá sido entre mis 10 y 13 años, tuve como profesora de Inglés a una chica muy joven llamada Florencia, o “Miss Flor.” Los amores de un niño son muchos y frecuentes, pero en cualquier caso son intensos y yo me había enamorado perdidamente de ella.                                                                                          Por supuesto que cuando uno recuerda desde la adultez las cosas se desvirtúan inevitablemente y la nostalgia solo sirve para matizar una situación que se justificaba en un anhelo tanto platónico como inverosímil; pero en ese momento, cuando ya se empieza a dejar de ser un niño, todo lo que sucede es puro realismo, porque no existe otra verdad posible, y no hay noción de nada más allá de lo que vivimos.                                              
Yo de "negrito" abrazando a mi tío y abuelo
En el acto de fin de año, actué de "negrito" y tuve que entonar una canción junto a un grupo de compañeritos cuyos rostros también habían pasado por el corcho quemado. Miss Flor nos coordinaba y yo le pedí encarecidamente a mi papá que la filmara solo a ella, que durante la interpretación se olvidara de mí y  se focalizara exclusivamente en su figura. Era chico, pero tuve una noción evidente de que la perdería, de que esa circunstancia era nuestro último momento juntos en la vida y pensaba que posiblemente una cámara lograra la ilusión de poder quedarme con un poquito de ella, al menos con su imagen. Por suerte, por amor a mí o porque papá es papá –con todo lo que eso implica–, siguió al pie de la letra mis anhelos y la figura de Miss Flor (ubicada de espalda a los padres, de frente a nosotros), ocupó gran parte de la filmación para enojo considerable de mamá que no lo podía creer cuando nos juntamos alrededor de la televisión, y vimos como el zoom se acercaba y se alejaba de esa estrecha figura. Yo era el único que no podía culparlo por su enorme gesto, ¿acaso alguien podía resistirse a la belleza de mi maestra de Inglés? En absoluto. Sentirse tentado por ella era casi un principio básico, una verdad absoluta. Además, ella era dulce, amable y, de alguna manera, simétrica, sensual y maternal al mismo tiempo.                                                                  El año lectivo terminó, pasé de grado y Miss Flor quedó algo olvidada y relegada seguramente por una nueva profesora de cualquier otra materia, aunque a decir verdad nunca tuve profesoras lindas de Matemática, Ciencias Naturales o Química (mi colegio primario no era mixto y casi no conocí chicas, fuera de mi prima y la hermanita menor de mi compañero Juan Pablo). Yo la seguía viendo por los pasillos pero ya no era lo mismo. Me habré enamorado muchas veces más, pero ninguna maestra me generó tanta adrenalina y entusiasmo; y a pesar del tiempo vivido, no recuerdo la cara de ninguna otra  profesora ni otro nombre que el de Florencia, Flor, Miss Flor, mi maestra de Inglés del colegio. 
Mi promoción y destacada, mi cara de payaso

Cuando volví a alzar la mirada –sin dudas era ella–, comprobé que el tiempo la había castigado levemente al costado de los ojos donde se vislumbraban los años transcurridos, su cuello presentaba arrugas indisimulables que intentaban pasar desapercibidas con una chalina, y parecía algo cansada. Sin embargo, el paso del tiempo no había podido con su belleza, aunque para mi decepción, no la vi tan hermosa como la recordaba. La contradicción me desconcertaba, la veía tan parecida a la que recordaba y a la vez tan distinta a la que había sido... ¿Pero la estaba asimilando tal como se me presentaba ante los ojos o la encontraba como me hubiese gustado verla? No podía determinar lo que había cambiado. A pesar del tiempo, que suele ser una variable algo caprichosa para considerar, no lograba darme cuenta. Finalmente lo entendí: ¡ya está!, me dije. Descubrí que el que había cambiado más era yo mismo. La idealización que alguna vez supe construir de ella se había terminado, ya no encarnaba a esa mujer-ángel-profesora-madre ni ocupaba más ese pedestal donde alguna vez la había colocado; ahora solo era una mujer terrenal aún bonita, pero avejentada, que viajaba en un colectivo. Su juventud pertenecía al pasado, pero cómo no habría de serlo, ¡si mi propia juventud acaso estaba terminando! Los años me quitaron la inocencia y si antes ella simbolizaba una Eva de pizarrón, ahora no significaba para mí más que una mujer como cualquier otra. El tiempo, siempre tirano, nos había emparejado socialmente de alguna manera: antes fue mi maestra, ahora yo soy Licenciado en Letras.  Había un abismo entre nosotros. ¿Se pondría contenta al saber que me había dedicado a dar clases? En un segundo pensé en todo lo que había pasado luego de ella y ¡uff!, resultaba imposible recordarlo en tan poco tiempo. Tantos cambios, tanto crecimiento, tantas mujeres, ¿por qué no?… (¿Por qué será que con el paso del tiempo uno se vuelve más exquisito con la elección de las chicas? Será porque antes uno era chico y no tenía ni experiencia, ni margen de comparación ni posibilidad de elegir: lo que se daba estaba perfecto). Posiblemente ahora, si no la conociera de antes, no hubiese logrado cautivarme.
 
El "negrito" se licencia años más tarde
Sentí deseos de hablarle pero, a la vez, creí que naturalmente no iba a recordarme, (los profesores desconocen lo mucho que pueden marcar a alguien, y sé que en el futuro me sucederá; me encontraré con alguien que me diga con mucho entusiasmo que mis clases o la vez que hablé del Quijote influyeron en él o lo llevaron a estudiar Letras; aunque, con que me diga que me recuerda como una buena persona estoy hecho). Y si hubiese tenido que trabajar su memoria en un colectivo, no me iba a sentir cómodo. Por el contrario, se me ocurrió que la iba a hacer sentir vieja, y no quería eso. Miré su mano y advertí un anillo de casada, no recordaba haberlo registrado antes. ¿Qué importaba ese detalle en todo caso? Seguro tendría hijos un poco más chicos que yo. ¿Qué le podía decir?: “Fui alumno tuyo de 4º o 5º grado y ¿estuve enamorado de vos?”. Me sentí tonto. Tonto pero chiquito, volví a ser su alumno, volví a ser el negrito de aquella obra. Seguía sentado en ese asiento, pero tuve la sensación de haberme empequeñecido: sentí que todo mi cuerpo tomaba dimensiones de pigmeo. Me convencí de que era mejor dejar las cosas como estaban, porque a veces tienen que seguir su rumbo sin que hagamos el más mínimo esfuerzo para modificarlas. Quizá, si le hablaba, ella podía mirarme como a un loco y dejarme irremediablemente desconcertado. En cambio, si dejaba prevalecer el misterio  forjando un pacto silencioso, eso nos permitiría a ambos bajar de ese colectivo en paz. Prefería tenerla en mi memoria por todo lo que recordaba de ella y no iniciar una nueva y absurda página de un libro que ya hacía rato no tenía hojas o que nunca las había tenido.                                                              Levanté la cabeza y la volví a mirar justo cuando enfiló hacia la puerta trasera. Se bajaba del colectivo. Quedé muy impresionado. Quise verla caminar, reconstruir aun más ese rompecabezas y me estiré por sobre el pasajero de mi derecha pero se fue hacia el lado contrario, donde mi vista ya no pudo alcanzarla. Alguna vez yo dejé su vida, no obstante solo fui un alumno más, pero ahora era ella la que dejaba la mía; y estaba bien que así fuera: muchos negritos aguardaban seguir enamorándose de Miss Flor. 
Un asiento vacío, toda una metáfora
CORRECCIÓN, EDICIÓN, PULIDO Y TANTAS OTRAS TAREAS: SILVIA T.

jueves, 5 de junio de 2014

Las amigas de mi abuela - # 3 Berna Pherson

Berna: la insospechada madre
de "El cuidador de la cripta"
Todos recordarán la famosa serie norteamericana “Tales from the Crypt”, o “Cuentos de la cripta” en su versión traducida, donde el cuidador de una cripta tenebrosa desempolvaba cada noche un antiguo libro y nos introducía en un relato de terror. Al terminar la historia, el ser esquelético cerraba la emisión con una conclusión pertinente sobre lo que acabábamos de ver. La serie fue emitida entre 1989 y 1996 con gran éxito y el presentador de los cuentos quedó inmortalizado como la cara del programa y su imagen fue usada infinitas veces como merchandising de todo tipo. Pero hay algo que nadie supo nunca y los productores mantuvieron en secreto para siempre: el cuidador de la cripta no era un muñeco, sino una persona real de carne y hueso. 

La historia se remonta al año 1890, cuando la familia Pherson dejó su Escandinavia natal para asentarse en lo que ya se llamaba Estados Unidos. Paranoicos por la peste que los asolaba, decidieron fundar la primera casa funeraria de la costa oeste. El gran éxito que tuvieron los obligó a expandir el negocio: crearon una inmensa cripta en un terreno medio abandonado, entraron en el negocio de la venta de ataúdes, coronas y adornos florales y hasta un servicio especial de maquillaje para los difuntos. El negocio fue pasando de generación en generación hasta que sucedió un hecho desafortunado y algo difícil de explicar: Berna, la menor de los Pherson que solo tenía 16 años y era la tataranieta de esos primeros habitantes escandinavos, juraba haber sido violada por un fantasma, un espíritu perteneciente a un soldado que había muerto de hambre en la guerra. Ya sé, ya sé que el caso es imposible de concebir; pero lo cierto es que nueve meses más tarde Berna dio a luz. 
Mapa de Escandinavia
El bebé no parecía ser humano, o sí, pero era como un esqueleto, casi carente de órganos y piel, solo poseía huesos que estaban unidos de una manera misteriosa. La sociedad no iba a aceptarlo bajo ninguna circunstancia. La familia quiso deshacerse de ese engendro de la naturaleza, pero Berna se negó: al fin y al cabo eso que acababa de parir era su hijo, suyo y de ese fantasma. Entonces la familia permitió que viviera en una de las criptas que poseían, como su cuidador. Durante los primeros años Berna lo visitaba casi a diario. Pero él no necesitaba nada, su estructura lo volvía ajeno a la comida o a la bebida. No necesitaba dormir ni ir al baño. No tenía frío ni calor. Era casi un fantasma, como su padre. Poseía un largo cabello gris, como si ya fuera un anciano. Ella, en tanto quería cumplir un rol materno, le leía cuentos de princesas y dragones, pero al poco tiempo, cuando su hijo empezó a hablar (no se explica como lo logró, ya que no tenía lengua), prefirió historias truculentas y escabrosas que según decía “tenían más que ver con él”. Su madre no entendía por qué, pero cumplía su capricho –que acaso era el único que tenía- sin chistar. Ninguno de los dos advertía la importancia del evento, jamás podían imaginarse que años más tarde, toda una nación esperaría atenta atrás de la pantalla estas historias. 
El adorable y simpático hijo de Berna 
Cuando su hijo llegó a la adolescencia, Berna murió en un accidente también inexplicable como casi todo en esta historia: unos amigos de ellos la habían envuelto en una gran alfombra y literalmente, se la habían fumado. El joven nunca supo por qué su madre no había bajado más a conversar con él ni a leerle historias. Pero le había dejado el legado más importante: su libro de cuentos. La familia se fue del país asediada por las deudas, la empresa quebró y la cripta fue abandonada. “El cuidador” quedó solo y librado a su suerte. 

Muchos años más tarde, un grupo de cineastas estaba buscando un escenario ideal para filmar una película de terror y se toparon con la cripta. A pesar del miedo que les generó, decidieron entrar. La sorpresa fue colosal cuando encontraron a un ser viviendo en las profundidades. Se presentó como el dueño de la cripta Pherson y les contó la historia de su vida. Los hombres del espectáculo quedaron fascinados ante el relato y vieron una veta económica en los cuentos que este pequeño ser huesudo parecía saber a la perfección. Decidieron abandonar la película que tenían en carpeta y filmar las locas narraciones del libro. Les pareció que él mismo debía presentarlas para homenajearlo y rescatarlo de ese inmerecido olvido al que había sido sometido. Lo demás es historia conocida… Lo más curioso de todo el asunto fue que su encanto natural (al parecer era muy buen conversador y, sobre todo, muy gracioso) –solo conocido por la compañía que llevaba a cabo la serie porque para el resto del mundo es y será un muñeco- enamoró a una de las productoras del ciclo. El fruto de ese romance fue “Bernita” -llamada así en honor a su abuela- que, por esas cosas de la vida, se convirtió en jugadora profesional de burako y participó de varias competiciones realizadas en Buenos Aires. En uno de esos encuentros trabó una muy buena relación con mi abuela, acaso otra jugadora formidable.
La tenebrosa cripta
Correctora y amiga de la vida: Silvia  T.