Música para flotar

domingo, 21 de diciembre de 2014

La venganza de los dientes

Esta mañana el dentífrico se enojó conmigo. Más que experimentar un enojo, creo que fundamentalmente se quedó decepcionado con mi actitud...

Todas las mañanas y las noches me lavaba con la pasta Aquafresh Triple Protección. Disfrutaba mucho de su sabor y de cómo se adhería a mi cepillo. Creo que ella también se deleitaba al recorrer los pasillos de mi boca y perderse a lo largo de mis dientes. Se divertía mucho con las diferentes secuencias de sonido que voluntariamente yo lograba con ayuda de la fricción de las cerdas. Además, los alternados y violentos movimientos le daban a la pasta una vorágine que no había conocido, considerando la monotonía de permanecer encerrada en un tubo. El cepillo también estaba encantado con esta pasta. Disfrutaba cuando, luego de estar lleno de espuma, se bañaba y le quedaban los pelitos suaves y con un perfume tan seductor. Dicen que está conquistando a otro de los cepillos del baño. 

Conformábamos un trío perfecto y sin discusiones. Yo respetaba los tiempos del cepillo que, ya entrado en meses, se cansaba más rápido e higienizaba con menor eficacia; y seguía su explícito pedido, encargándome de secarlo bien. La pasta me aseguraba disolverse lo mejor posible en mi boca; yo la dejaba puesta en el cepillo un rato para que conversaran antes de empezar la limpieza y este pudiera empastar todas las cabezas de su reino. A su vez, el cepillo aseguraba poner a mi disposición todas las cerdas para que llegaran a los lugares más difíciles y me prometía ser cuidadoso con las encías, que ya se habían quejado en otras oportunidades por pinchazos y trabajos descuidados. Por supuesto, las manos ‘se lavaron’ del asunto. 


El problema fue cuando llegó la otra... Un día, una nueva pasta apareció en el lavatorio. Era la Aquafresh Ultimate White, notoriamente de mejor proveniencia. Su calidad era sobresaliente. Era corta de estatura y su tapa era mucho más grande, a diferencia de la otra: alta, con tapa pequeña y, por su desgaste, curva en el torso. La caja de la nueva pasta era casi metalizada y según el movimiento, hacía brillar unos triángulos. Entonces empecé a usarla sin terminar la otra, es decir, sin haberle dado fin y permitiéndole que pudiera descansar en paz en el cementerio cósmico de un aliento divino. Rápidamente todos los seres del baño le tomaron bronca. El cepillo fue tirano, y descuidado a la hora de recorrer mi boca: en tres lavados, me había producido tres llagas. El sabor era menos agradable pero, según lo indicado en la caja, esta era de mejores atributos y lograba dar a los dientes una blancura superior a la otra. Hubo ruido y discordancia entre todas las partes. A mí también me daba lástima abandonar la otra, pero no podía evitar usar la Ultimate White. 

Según se comenta, este dentífrico era prepotente y arrogante en sus relaciones con los demás. Había arreglado con la mano derecha para que la guardara en un estante alejado mientras permaneciera en el baño, justamente para no relacionarse con los demás. Hasta se llevaba mal con el jabón, uno de los seres más amables del baño. 

Como les decía al principio, esta mañana la Triple Protección se fastidió conmigo. La pasta “invasora” se me había acabado por la noche y todos allí sabían que al otro día volvería a la vieja pasta, no por extrañarla o sentir cariño (aunque sí la extrañaba), sino por necesidad. Lo que yo desconocía era que esta vieja pasta había sido muy influyente en el grupo. De alguna manera, esa noche logró un complot que fue terminante. Por desgracia, yo tampoco conocía a la perfección la opinión de los dientes... Al despertar, ellos se habían marchado de mi boca. 

Gracias Sil T. por seguir leyendo y corrigiendo cada una de mis fantasías literarias.
Mis mayores afectos amiga de la vida

lunes, 10 de noviembre de 2014

Relato Salvaje - La continuación real

Afiche promocional del film
Esta historia, de naturaleza feroz pero que no puede tildarse de irracional, me fue referida por una amiga que asistió al cine con su novio a ver la última película de Damián Szifrón: Relatos salvajes. El film, que contó con un aparato publicitario desmesurado, ya fue visto por más de 3.000.000 de espectadores desde su estreno. Presenta seis historias, independientes una de otra, donde sus protagonistas –personas comunes– terminan explotando por alguna situación en particular. Un ingeniero al que la grúa le levanta el auto injustamente, una mujer que se entera de la infidelidad de su pareja el día de la boda, una mesera que debe atender al hombre que provocó la ruina de su padre y su posterior suicidio, un conductor arrogante que debe pagar caro sus bravuconadas, etc. 

Yo asistí a verla seducido por la casi escandalosa publicidad y por la fiebre generalizada. La película me gustó, aunque no al punto de deslumbrarme. Pero no quiero dedicar este espacio para hablar de mis apreciaciones sobre ella o su trama, ni siquiera de las actuaciones. Solamente voy a dar a conocer algo que sucedió en un cine de zona sur (mi amiga me pidió que no diera muchos detalles, así que voy a respetar su deseo) durante la proyección de la película. 

Sala del cine vacía 

Laura (el nombre es de fantasía) y su pareja entraron a la sala y buscaron, ayudándose con la luz del celular, la fila 5, luego la butaca 1 y 3, respectivamente. Laura se sentó en esta última por cortesía de su novio, para que estuviera más centrada con respecto a la pantalla, mientras que él no vio con malos ojos la butaca pegada a la pared acolchonada que le permitía recostarse contra ella, tras un largo día de trabajo en la fábrica. A la derecha de Laura se sentó un hombre solo. “Respiraba con dificultad”, me dijo Laura. “¿Cómo con dificultad?”, quise saber yo. “Tomaba mucho aire como si se estuviera muriendo y luego lo largaba con bronca, con enojo. Se aclaraba la garganta cada dos minutos, como si tuviera un problema, como si le costara digerir algo”. A la derecha del espectador se ubicaron dos muchachos de no más de treinta años, claramente amigos. Hablaban sobre un compañero de la oficina a quien se le había muerto la mujer en un accidente. Detrás de Laura se sentó una mujer obesa con un balde de pochoclo realmente enorme. “De hecho –me comentó Laura–, ni sabía que los vendían de ese tamaño”. La mujer tenía proporciones tan grandes que, cuando llegó y se acomodó al sentarse, hizo saltar algunos pochoclos que fueron a parar a la cabeza del novio de Laura (“uno se le metió por la espalda lo que le generó un fastidio muy divertido”). Delante de la pareja se sentó otra pareja algo despareja. Él, 45 años, con aspecto de bancario aburrido, lucía una camisa escocesa, pantalón pinzado, lentes con aumento, y una calvicie incipiente. Ella era bastante menor y su vestimenta era ideal para un boliche: top oscuro con lentejuelas, calzas negras, un angosto cinturón dorado que le rodeaba su generosa cadera , y zapatos de taco. 

Es increíble lo poco en común que uno tiene con otras personas y, sin embargo, el cine es un evento social donde confluyen todas, donde lo único que une a un grupo de extraños es la película que van a ver. Antes y después de la proyección que compartirán serán extraños, y es muy posible que nunca en la vida vuelvan a verse. 

Lo mismo pasa con la magia del fútbol. Un gerente argentino de una multinacional, que trabaja en Japón, sigue los partidos de su cuadro todos los domingos por Internet y sufre y ama una camiseta, igual que un barrabrava de Sarandí que está metido en negocios de trata y tráfico de sustancias ilegales. El abismo entre ellos no existe cuando la pelota rueda. Sus ocupaciones, su cultura y su visión del mundo quedan reducidos a una pelota. Y ambos pueden gritar un gol abrazados, sin saber nada el uno del otro. Con el cine pasa algo parecido: una masa de gente va a ser partícipe de una experiencia colectiva donde necesariamente y sin meditar en ello, el comportamiento de una sola persona puede modificar y alterar el de otra o la de todos; la proximidad es un riesgo. 


La película comenzó. Laura abrió sus Sugus confitados y su novio abrió un alfajor Milka mousse (golosina rara para ir al cine, quizás por la brevedad que supone). El hombre sentado a la derecha de Laura empezó a temblar. Ella lo miró de reojo y lo vio comerse las uñas con desesperación. Daba sacudidas como cuando uno sueña que se cae. Intempestivamente, él la miró con los ojos tan grandes que ella tuvo que tragar saliva y prometerse mentalmente no desviar la atención de la pantalla. 

La primera historia de la película pone a un grupo de gente –que en apariencia no tiene relación alguna- viajando en un avión. A medida que se van conociendo, se dan cuenta de que todos participaron en algún momento de sus vidas -y de alguna extraña manera- de la destrucción moral de un joven: la novia que lo deja, el profesor que lo reprueba, el psiquiatra. El avión se sacude y todo da a entender que la venganza será terrible… 

Entrada de la función

Laura percibió que su compañero de la derecha lloraba sin reprimirse. Le apretó la mano a su novio para marcárselo, pero él no comprendió el gesto. Se sintió incomoda. Ella es una chica muy sensible y me imagino el momento tenso que habrá pasado. Pero faltaba más aún; cerca de la mitad de la proyección, alguien comenzó a roncar. Era tan fuerte el ruido que parecía amplificado o parte de una broma de televisión. Debía ser una persona que había concurrido sola porque, en caso de estar acompañada, uno espera que la decencia del despierto regularice la situación del dormido. Pero nada... Empezaron a chistar, que es un acto medio cobarde pero que, al menos, representa la irritación de la mayoría. El dormido no se daba por aludido. Algunos rumores se alzaron para que los chistidos se acabaran, como si ya se hubiesen naturalizado los ronquidos. En pocos segundos, era un griterío infernal entre los que pedían silencio, los que chistaban en respuesta a ellos, los que pedían que la persona que roncaba dejara de hacerlo y los que exigían con chistidos que el silencio volviese a reinar en la sala. En un momento de esa batahola, sonó un celular que sin medir consecuencias una señora mayor atendió: “No, Gastón, todavía no pasó la parte en la que Darín explota el coche”... No acabó de terminar la desafortunada frase porque recibió medio vaso de gaseosa en la cara, por su indiscreción. El líquido salpicó las piernas de un nene que se puso a llorar. La madre, en defensa del niño y sumamente estresada, arrojó la fuente vacía de nachos con queso que había comido impactando contra un señor pelado que nada tenía que ver. El contexto empeoraba a cada minuto y los empleados del cine lo advirtieron: las luces se encendieron y la película se detuvo. Algunos se pararon para pedir calma. El misterioso hombre sentado al lado de Laura reía, “no dejaba de reír”, como si todo fuera obra suya. Gente de seguridad acudió a la sala y bruscamente iluminaron con sus linternas a los más encolerizados, aunque las luces ya estaban encendidas. Luego de algunos minutos y de un implícito pacto de paz flotando en un escenario de frágil tensión, las luces se apagaron y la película continuó.


Ya debía faltar poco para que terminara. Laura había leído que la historia de la actriz Érica Rivas era la última, la del desengaño amoroso. Fuera de lo incidentes mencionados, todo parecía encaminarse de la mejor manera. Pero todo iba a complicarse de nuevo: cada vez que en escena el personaje de la novia increpaba a su marido, la mujer de los pochoclos festejaba, vitoreaba enérgica como una ferviente defensora de los derechos de la mujer o como alguien que vivió en carne propia ese funesto momento. Las expresiones salían de su boca con aire revanchista, como si mental y simbólicamente se estuviera vengando de un pasado doloroso. “Tomá, hijo de puta.” “Tomá.” “¿Y ahora que vas a hacer?” “¿Viste, viste malparido?”. Las frases se repetían y el volumen iba in crescendo. La tormenta se avecinaba. Era inminente. Otra vez algunos chistidos… pero lo más impresionante fue lo que ocurrió a continuación. El bancario aburrido que estaba acompañado, sentado delante de Laura y su novio, se paró violentamente buscando a la mujer que profería esos comentarios fuera de lugar. “¿Podés callarte, que queremos ver la película?”, le dijo casi sin saber a quién se dirigía. Seguro que si sabía lo que le esperaba, el futuro pelado no hubiese hecho el menor comentario. La mujer gorda le contestó: “Jorge, ¿sos vos?...” “¡Y estás con esa puta de Milena!”. Creo que más allá de que el costo de la entrada es muy elevado, la película quedó automáticamente en segundo plano. El aire podía cortarse. Esto era algo mucho más jugoso… y más real. 

“Jorge” se quedó aturdido, como si Mayweather le hubiese lanzado un gancho a la mandíbula. El hombre no contestaba. La mujer gorda lo insultaba a él y a ella. De repente, lo inesperado: “Jorge, que seguía parado, en un inesperado y ágil movimiento se arrojó sobre la obesa, y con un elemento filoso que tenía en la mano (luego se supo que era una pequeña tijerita de mano que siempre llevaba al cine para cortar los paquetitos de papas) le provocó un profundo corte en la garganta. Los ojos de la mujer se abrieron y un chorro de sangre, al estilo Kill Bill, brotó de una humanidad que se desinflaba irremediablemente contra su asiento. El novio de Laura, a quien yo conozco y que es un chico muy impresionable, recibió un gran caudal de sangre sobre él y empezó a vomitar. El cine entero gritaba y muchas personas salieron corriendo. “No sabía qué hacer, imaginate el escenario: yo asistiendo a mi novio, viendo la cara de descolocado del tipo ese de la tijerita lleno de sangre, la gente que gritaba, la película que seguía como si nada”, me contaba Laura con su expresión transfigurada al recordar la situación… 

Fachada del Cinemark donde ocurrió el suceso
Yo no puedo creer cómo nada de esto haya salido en televisión, en las noticias o, al menos, en alguna página web. Me cuesta pensar que ninguno de los presentes haya inmortalizado el suceso con un celular, atiné a decirle a Laura. Ella me frenó con la mano, mientras con la otra me pasaba el tercer té de la tarde; en esta ocasión, de frutos del bosque. 

Mientras le ponía azúcar a su mate, Laura me explicó: “Directivos de la productora de la película se hicieron presentes casi tan pronto como la policía, que se llevó detenido al asesino sin ningún tipo de resistencia. Todos los espectadores que asistimos a esa función fuimos conducidos –uno no podía negarse– a una sala bastante oculta en uno de los tantos pisos del complejo de Cines y convidados con café, té o bebida. Un hombre petiso, de pelo canoso y traje muy elegante, nos habló acerca de las consecuencias funestas que podría ocasionarle comercialmente a la película si lo que había pasado llegaba a salir a la luz. Hubo un murmullo de incertidumbre y confusión. Para hacértela corta, dejamos que revisaran todos los teléfonos y borraran los archivos que tuvieran que ver con el caso, firmamos algo así como un ‘pacto de silencio’, y nos pagaron a cada uno cerca de $5000. No está mal, ¿no?”. 

Revisé mis apuntes y me aseguré de que no me faltara nada. Luego me despedí de mi amiga y me fui a casa. En el colectivo, un pasajero discutió con el chofer porque este casi lo corta en dos pedazos al apresurarse a cerrar la puerta. Un par de cuadras antes de bajar, dos chicos le pegaban a uno tendido en la vereda, en las inmediaciones de un boliche de cumbia. Un poco más alejado, otro dormía, totalmente borracho, sentado en el piso y reclinado contra una pared, mientras dos chicas le revisaban los bolsillos… En todos lados y en todo momento, uno puede pasar de víctima a victimario. Nadie parece salvarse de esta red violenta, de esta cárcel sin puertas que es la sociedad actual. No es el país, no es la inseguridad, no es el momento histórico, no es la falta de tolerancia ni la discriminación, quizás –y por desgracia– sea simplemente el hombre.


CORRECCIÓN, MISS GRAMATICA: SILVIA T.

domingo, 12 de octubre de 2014

Cacofonía mundial

La situación era insostenible, insoportable, inaguantable: el inodoro llevaba días tapado y nada lograba destaparlo. Probé con la clásica sopapa y solo terminé salpicando mis brazos de mierda y también el piso del baño. De esto me di cuenta cuando volví a la cocina dejando huellas marrones por el living. ¡Un asco! Los productos para destapar cañerías que compré en el supermercado solo me limpiaron el bolsillo y me siguieron ensuciando la economía. Me recomendaron soda cáustica. Entonces, fui y compré en la ferretería de enfrente una bolsa que me costó veinte pesos. El vendedor, que nunca sé si es amable o tiernamente falso, me dijo que no tirara el producto a las cañerías muy seguido porque terminaría dañándolas, ya que es altamente corrosivo. Parecía algo superfuerte… parecía lo que efectivamente necesitaba. 

Volví a mi casa. Subí al ascensor con la señora del “A”, vieja maldita que se queda mirando televisión hasta las dos de la mañana y cuya sordera provoca la subida indiscriminada del volumen y, en consecuencia, mi incapacidad para conciliar el sueño. Es difícil concentrarse en contar ovejitas cuando uno escucha la voz estridente de Tinelli y puede distinguir palabra por palabra lo que dice. Esa señora, de nombre Adela (lo leí en la liquidación de las expensas), nunca va a agradarme. Los vecinos del edificio no son nada simpáticos: ya llevo más de dos años viviendo allí y algunos siguen cruzándose conmigo sin saludarme, a pesar de mi cordialidad. En fin… El ascensor llegó a nuestro piso y en el pasillo ya se sentía un olor hediondo que enturbiaba el aire y hacía picar la nariz. “Ojalá Adela también perdiera el sentido del olfato”, pensé divertido. Me miró desafiante cuando la saludé. Y ella, sin responder, se dirigió a su departamento.


Abrí mi puerta y el vaho casi me derriba. Literalmente se asemejaba a recibir una trompada de excremento en la cara. No sé si la pestilencia ya me estaba volviendo loco, pero me dirigí hacia el baño y creí ver una capa oscura en el aire. Inspeccioné el inodoro… y me temblaron las piernas. Me subió una arcada y tuve que tragar saliva rápidamente. Cerré la tapa y me senté sobre ella, con la bolsa de soda caústica en las manos. Decidido, rompí el envoltorio en un extremo y volví a la cocina a llenar una pava de agua hirviendo, tal como me había dicho el vendedor. Levanté nuevamente la tapa y eché gran cantidad del producto. Nada pasaba mientras yo seguía fantaseando con que esa especie de arroz grande finalmente derretiría todo con eficacia. Pero algunos granitos quedaron flotando, otros encallados entre los soretes, algunos pegados a los costados. Entonces vertí agua hirviendo cuidando de centralizar el chorro en la soda caústica. El inodoro emitió un sonido como si se estuviera quemando: “tzzzzzz” pero era puro humo y poca acción. Los vapores eran tan potentes que tuve que girar la cabeza. En el apuro, derramé un poco de agua hirviendo en mis pantalones, lo que me hizo gritar como un loco y dar un pequeño salto hacia atrás arrojando, sin querer, la pava contra el espejo que se hizo trizas. Uno de esos pedacitos, microscópicos e indistinguibles, entró en uno de mis ojos, lo que me obligó a cubrírmelos instintivamente, y salí trastabillando del baño hasta dar con una silla y desplomar toda mi humanidad allí. 
No podía abrir el ojo, que además me lagrimeaba. Lo tenía que mantener cerrado y haciendo presión, porque en cuanto aflojaba el párpado, el ardor volvía. Tenía dinero en el bolsillo. Me puse la campera, controlé de llevar los documentos y la tarjeta de la Obra Social y tomé un taxi hasta la guardia médica más cercana... A las pocas horas, regresé a casa. Podía haber sido peor, pensé con un frío alivio, pero simplemente me encontraron un pedacito de vidrio incrustado a la derecha del iris, que un oftalmólogo gordo, con cara de Lenin, sacó con una pinza. La hemorragia que me había causado se iría con el paso de las horas, y debía usar un parche de gasa por varios días. La pigmentación podía sufrir algún tipo de cambio, pero no me importaba. Me recomendaron la limpieza del globo ocular con jabón neutro y que “tratara de no moverlo tanto”, como si levantara pesas de metal con el pobre. 

Llegué y, avergonzado, recordé que el problema del baño no estaba resuelto. Me ocuparía de eso en la mañana siguiente. Me acosté descartando la idea de cenar, de tan abatido que estaba. Y en ese preciso momento golpearon a mi puerta. “¡¡¡Puta madre que los re mil parió, vecinos hijos de puta!!!”, dije para mis adentros mientras me incorporaba no sin esfuerzo. ¿Qué podían querer? No recordaba que me hubieran tocado la puerta en todo el tiempo que llevaba en ese edificio, ni por la música ni por los gritos de las chicas... Cuando la abrí, el edificio entero estaba allí: todos con ojos encendidos. Lejos de atemorizarme, les pregunté en qué les podía ser útil. Me dijeron que no aguantaban más la hediondez y que se tornaba difícil, “imposible” gritó alguien, respirar. Una mujer se abrió paso entre sus vecinos por la estrechez del pasillo, con un perro desvanecido en sus brazos. Lo llevaba como si fuera a sacrificarlo en una ceremonia pagana. Parada frente a mí me dijo mascullando rabia: “Puffy está muerto. Vos lo mataste con ese olor a mierda y nos estás matando a todos”. Les expliqué que no existía mala voluntad de mi parte, que había probado destaparlo pero, por mi falta de tiempo y también por algo de negligencia, no lo había logrado hasta entonces. La cosa se ponía tensa, y mi única arma para disuadirlos de permanecer a mi puerta era el olor que salía de mi casa. Uno de los vecinos estuvo a punto de desmayarse. Eso logró descomprimir la situación. Accedí a recibir a primera hora a un plomero enviado por la mujer del 5to A. 

A las siete en punto, el timbre me hizo abrir los ojos o, al menos, el sano. El plomero entró con malas energías, era notorio, pero no era mi culpa. Tal vez temía que su perfume barato y acuoso, que debía persistir en su piel hasta terminar la jornada, se desvaneciera por el fuerte contraste con el de la materia fecal. Lo conduje al baño, le ofrecí algo para tomar. “Un poco de jugo, si tenés”, respondió, y me fui a hacer un té. Al rato apareció bajo el marco de la cocina, con semblante de desgracia. “No tiene arreglo esto, pibe”. Yo me quedé helado, ¿Cómo que no tiene arreglo? ¿Qué haría ahora? Los vecinos me iban a matar...Le dije que se quedara, que me ayudara, pero el plomero se mostró muy firme en su veredicto. El tufillo me hacía temblar un ojo, no podía controlarlo. El hombre empezó a toser mientras agarraba su caja de herramientas y se fue sin que yo bajara con él para abrirle la puerta de calle. 

Preocupado, consternado, decidí irme a trabajar. Lo que sucedió después no tuvo parangón. Es algo raro de explicar, pero todas las personas que pasaban por la puerta del edificio tenían sus rostros cubiertos con barbijos, pañuelos y hasta cascos. Había un pasacalle colgado: “Vecino, hermano, ¡qué soretes caga tu ano!”. Ya era una cuestión barrial. Había trascendido las paredes del baño, las del departamento, se había esparcido por el edificio, y ahora amenazaba con pudrir las calles de la ciudad. La gente, los vendedores y los comerciantes me reconocieron de inmediato: era el único que no llevaba protección contra el nauseabundo olor. Ya lo tenía tan incorporado que no me daba cuenta. Caminé hasta el subte bajo una lluvia de insultos y algunos empujones. Debía acabar con la situación de manera urgente. 

Estuve toda la tarde en la oficina buscando páginas en Internet que ofrecieran productos para destapar cañerías. Pero necesitaba algo superpotente, algo industrial, para grandes problemas, ya que el mío no parecía algo sencillo. Finalmente di con una empresa algo misteriosa que ofrecía una solución que “llegaba directamente a la obstrucción y desde ahí explotaba el nudo”. Cuando salí del trabajo, fui para allá; y en esa extraña casa del barrio de Colegiales, venida a menos, me explicaron que no debía usarse en inodoros particulares porque era demasiado fuerte, que el compuesto era apropiado para destapar turbinas, baños de animales de gran tamaño (elefantes, por ejemplo) y no sé cuantas cosas más, todo a inmensas escalas. Yo le aseguré y le recontra aseguré que debía destapar la cañería de una estancia que tenía cientos de hectáreas. “Va a andar bien, entonces”, me dijo el tipo alcanzándome finalmente el producto. Era un frasquito blanco, de forma redondeada, sin etiqueta y contenía solo 500 cm3. Por lo que costó, debía ser buenísimo. Más le valía. Además, no sé qué tipo de fábrica puede ofrecer sus productos en un garaje, pero no quise preguntar nada más. Solo quería enfrentarme al inodoro… y vencerlo. Era una cuestión personal. Siempre lo había sido. 


Cuando volví al barrio, una gran tela cubría el edificio como si lo hubiesen encapsulado, aislado de los demás. ¿Tanto olor había? ¿Había perdido mi sentido olfativo? Antes de empezar a recibir los insultos (los vecinos estaban furiosos porque el olor ahora se multiplicaba y quedaba todo adentro, sin posibilidad de que el aire de afuera pudiera descontaminar un poco), levanté triunfante el producto como si fuera la imagen de la Virgen María y les imploré que no me atacaran, que tenía la solución definitiva. Era absurdo todo lo que estaba pasando, pero a veces las cosas más irreales suceden en la realidad y uno no las discute, las toma con normalidad. Como esta que estaba pasando en mi casa, específicamente en mi baño, y que intentaba “digerir”. 


Subí corriendo las escaleras hasta el piso siete. Al parecer los ascensores estaban descompuestos: sus mecanismos se habían falseado por la humedad cacónica del ambiente. Abrí la puerta como un poseso, riendo casi, y con grandes zancadas llegué al baño. Destapé el frasquito y volqué todo el contenido. El inodoro empezó literalmente a latir, como si tuviera vida o fuera a salir corriendo o... El que se apresuró a alejarse fui yo, pero fue en vano: la explosión cubrió de mierda toda la ciudad, los parabrisas de los coches, las ventanas de los más altos edificios, las calles, las avenidas, las personas...todas llenas de excremento. La limpieza llevaría días, más bien meses, considerando la premura del Gobierno de la Ciudad por ocuparse de las cosas que realmente importan. Literalmente, yo me había desintegrado con la explosión pero, al menos, Adela se había ido conmigo y el inodoro... está destapado. 
                         

sábado, 6 de septiembre de 2014

El funeral de mi abuelo

                    “Un hombre cuenta sus historias tantas veces
                       que al final él mismo se convierte en esas
                   historias. Siguen viviendo cuando él ya no está
Y de ese modo, el hombre se hace inmortal.
(The big fish)

El funeral de mi abuelo debería ser multitudinario, reuniendo a todas aquellas personas que lo conocieron en vida y, por supuesto, a esas que nosotros -sus familiares- no conocimos nunca pero que escuchamos nombrar desde siempre y que guardan en nuestros imaginarios un aura medio mística. Estoy seguro de que la mitad de las historias que el viejo contaba no eran ciertas o, al menos, no habían sucedido como él las detallaba, pero ¡qué gusto daba escucharlo! Sus relatos eran contados tantas veces que si no eran verdaderos, él y sus oyentes terminaban por creerlas, por ver eso que él decía. Algunas narraciones no tenían nada de sobrenatural, pero uno no se cansaba. Por ejemplo, esa de cuando era chiquito y aun vivía en Córdoba con su familia y había ido al cine a ver la película de El hombre lobo, con la actuación estelar de Lon Chaney Jr. (1941). Entonces, cuando horas más tarde se acostó y vio la luna llena por la ventana, se asustó y fue corriendo a la cama de sus padres. Era comiquísimo escucharlo dado que, por lo menos para mí, siempre había sido un hombre muy grande, e imaginarlo de tan niño me transmitía una ternura inaudita. 

Mi abuelo era de otra época, y si bien trataba de contextualizar lo que me decía, algunas cosas me sonaban tan anacrónicas que me hacían ruido. Me costaba creer que había nacido en su casa, en Venezuela y Paseo Colón, con ayuda de una partera, y no en una clínica. A veces recorríamos la ciudad y decía: “Este edificio lo construimos con el ingeniero Pastore en el ´57 ́”, y uno se quedaba mirando con cara de bobo sin saber si era cierto y sin saber quiénes eran las personas que nombraba con una familiaridad tan engañosa que no creía necesario explicar, porque era obvio para él que supiéramos quién era –en este caso- el ingeniero Pastore, así no lo hubiésemos escuchado, visto u oído en la vida. Pasaba un montón de veces. Si uno le preguntaba, se quedaba como pensando, abstraído en el recuerdo o en la construcción de esos hechos. 

A mi abuela, por ejemplo, la conoció en una protesta contra el gobierno paraguayo en Buenos Aires. Dijo que quiso acompañar a sus obreros que eran paraguayos, y en una de esas reuniones estaba mi abuela. Raro… raro y romántico. La primera vez que fue a Paraguay a conocer a sus suegros, viajando en el hidroavión, dijo que eran tantos familiares que parecía el pueblo entero esperándolo, porque: “En Paraguay no pasaba nada; y cuando uno iba, era todo un acontecimiento.”

Perón fue quizás el gran tópico de todas sus historias. Todo lo malo que tenía el país tenía un solo responsable: Juan Domingo Perón. El déficit, la inseguridad, la devaluación, la falta de empleo, todo, pero todo -casi hasta si el día estaba nublado- tenía que ver con el General, con el político más importante, para bien o para mal, que tuvo nuestro país. Él era un joven cursando el servicio militar obligatorio cuando fue puesto preso por el régimen peronista. Su hermano, mi tío abuelo, el sacerdote Julio Arch, también fue apresado: él a Devoto, mi abuelo a Caseros. Un mes estuvieron encerrados. ¡Un mes! Desde mi percepción, un solo día, una hora puede ser un infierno, pero un mes me parece absurdo más conociendo a mi abuelo, tan delicado y mañoso. Es curioso cómo hay anécdotas que repetía hasta el cansancio y cómo, en cambio, otros momentos de su vida los mantenía completamente vedados. Supe muy poco de su adolescencia, casi nada. De su infancia, nada; salvo la historia de El hombre lobo y esa en la que actuó en un acto de su colegio interpretando a un enanito malo, donde su único parlamento era “¿Quién se robó mi cucharita?”. Tampoco supe de sus primeros años de adulto joven, y rara vez ha contado alguna cosa que tuviera que ver con mi padre o mi tío, como si la vida familiar fuera parte de un pacto social que le enseñaron de chico y no revistiera el interés necesario como para mencionarla. De todos modos, lo más rescatable era la cantidad de personajes –siempre secundarios, porque él era el protagonista indiscutido- que adornaban y matizaban sus historias: el turco Alí, Pipieri, el ingeniero Figueroa, Giménez, que traspasaron el ámbito familiar hasta tal punto que hoy en día mis amigos, cuando recuerdan a mi abuelo, siempre lo hacen nombrándolos o hablando de ellos. 
Si bien siempre tuvo una relación distante con el arte, puesto que su cabeza solo pensaba en números, planos y expedientes, su lado más poético brotaba –irónicamente- cuando pensaba y expresaba sin pudor su muerte ideal. En repetidas ocasiones decía que esta debía suceder en el subte o caminando por la calle Florida, su calle predilecta, a esa hora donde el atardecer pinta de naranja los edificios. Yo me lo imaginaba a mi abuelo como un flâneur caminando en dirección a la avenida Santa Fe mientras el día empezaba a irse y el cielo era un delicioso manto que lentamente se descorría para dejar paso a las estrellas.

Por desgracia tuvo que suceder en una cama, aunque como el personaje de El sur, de Borges, seguramente en su cabeza soñaba -al momento de dejar la vida-, una muerte ideal, sin cuchilleros ni actos heroicos, simplemente cerrando los ojos, encandilado por el sol de la tarde, en una calle ruidosa. Mi abuelo le escapaba a la quietud porque contaba que su padre, mi bisabuelo, se había muerto poco después de estar en reposo, tras un accidente que le había impedido caminar. “La cama lo mató”, recordaba con amargura. Era casi una consecuencia lógica suponer que la permanente estadía bajo las sabanas iba a terminar minando su ánimo, quebrando su espíritu y matando sus ganas de vivir. Una persona tan extremadamente independiente como él debe haber padecido una tortura constante al tener que depender de todos para levantase, ir al baño, al médico, a comer, para tomar las pastillas a tiempo en las dosis correctas, para su baño diario...



Entonces ese día yo llego destrozado por su muerte, porque más que un abuelo fue un segundo padre, en ocasiones un primer padre, y me sorprende ver a todos esos encargados de los cientos de edificios que guardan en sus memorias tantísimas anécdotas que le atribuyen a mi abuelo. Lo ven pasar en el ataúd casi como lo recuerdan: impecable, con su traje celeste, su corbata oscura, su expresión mesurada y sus cabellos (sus pocos cabellos blancos) peinados para atrás. Pero algo falta...algo no cierra. La escena está incompleta. Lo que sucede es que mi abuelo está en silencio (y… sí, está muerto). Falta su voz, esa voz gruesa y algo afiebrada tan característica de su humanidad, esa voz que en las reuniones familiares contaba las historias que todos queríamos oír, esos relatos que brotaban como de una Caja de Pandora porteña y urbana, historias desarrolladas en un cronolecto tan de otra época, más propia de Arlt que de Cucurto, y compuestas por insultos, vocativos y frases increíbles (“Era una mierda en dos tiempos”, “cartucho, cartuchín, cartuchito”, “Las calderas automáticas se encienden a los trece grados”, “Hace frío como para quedarse petiso”, etc). Ese estruendoso timbre… ¡cómo vamos a extrañarlo!, aun cuando nos molestaba y él se justificaba diciendo que era medio sordo. Mi abuelo no es mi abuelo si no puede hablar. Por eso está muerto, porque la voz estaba ligada estrechamente a su persona. Pero cuando toda la ceremonia termine y conozca finalmente a todos esos extraños seres que poblaban sus aventuras imaginativas y reales, y que acudirán sin que los hayamos invitado (porque no habría manera de saber dónde buscarlos), como si algo más allá de lo lógico les hubiese comunicado su fallecimiento, volveré contento porque sus historias vivirán en cada uno de los presentes, y los que no lo conocieron, tarde o temprano escucharán hablar de él, de cómo seguía a San Lorenzo o de lo orgulloso que lo hacían sentir sus tres nietos. Físicamente no estará más con nosotros, pero su espíritu y sus historias perdurarán, y habrá que encontrarlas en la calle, que era su hábitat, entre los edificios, arriba de los colectivos y en los subterráneos, allí donde se conjuga un realismo tan mágico como irrepetible.


domingo, 17 de agosto de 2014

Un día, en la BAN! 2014

Logotipo del evento
El lunes 4 de agosto asistí al Centro Cultural San Martín, lugar donde se estaba llevando a cabo Buenos Aires Negra (BAN!), es decir, el Festival Internacional de Novela Policial de Buenos Aires. Si bien su nombre suena muy rimbombante y quizá pretencioso, el espacio destinado a dicho Festival (un salón anticuado del primer piso,  con luces de oficina, como si fuera de los años setenta), el escaso público que asistió hoy y los días previos y la dudosa trayectoria de muchos de los expositores, daban a pensar que esta era una de otras tantas argentinadas, una fantochada literaria organizada por unos cuantos snobs para llenarse la boca hablando de ellos, como es el caso del insoportable moderador cuyo nombre todavía desconozco. Apoyo la idea y la moción de celebrar un Festival así, pero hace falta mucha cultura para poder llenar la sala, así como en su momento hizo falta concientización sobre la importancia de la bicicleta antes de trazar las incómodas y peligrosas bicisendas. Este Festival es una buena idea, lamentablemente mal realizada. Extraña la calidad de los auspiciantes (Tusquets Editores, Random House Mondadori, Fundación El Libro, entre otros) y el poco provecho obtenido de ellos. 

Este es el cuarto día del evento y aunque no haya ido las dos veces anteriores, ya que no se publicitó lo suficiente, puedo inferir que por el modo en que se lleva a cabo, BAN! no representa más que un intento desesperado por aparentar multiculturalismo, cultura e intelectualismo popular... es decir, espejitos de colores. 

El eslogan del Festival es: “Donde el crimen real se mezcla con el crimen de ficción”. Y en el folleto oficial disponible para todos los asistentes, en una especie de nota editorial, Hernán Lombardi, Ministro de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, dice que “esta innovación sentó escuela, que otros festivales recogieron el guante e incorporaron a sus eventos personas relacionadas con el crimen real”. Listo, entonces ya no nos falta nada: Papa argentino, reina holandesa, invención de la birome, creación del dulce de leche… y ahora esto, como para no quedar siempre tan arrogantes frente al mundo. 

La entrada para ingresar a la BAN!
Pero lo que quiero contar es algo específico que pasó ese día en cuestión. Algo que los medios no van a difundir y que quedará guardado en la memoria de cada uno de los presentes. Algo que nos pidieron no revelar, pero yo me debo a la verdad aunque genere malestar, como ha pasado otras veces...

Esa tarde concurrí motivado por la charla del autor mexicano Paco Haghenbeck, quien disertaría sobre la Narcoliteratura Mexicana. Él era el expositor que cerraba el día pero, como empezaba a las 21, decidí ir más temprano a escuchar a un tal Rodolfo Palacios cuya propuesta era interesante: Los Walter White Criollos era el título de su exposición y se proponía indagar sobre los aspectos que convierten a un hombre común en un criminal, basándose en la figura ficcional del protagonista de la serie Breaking Bad. Para los que no la siguen, la serie norteamericana se centra en un gris profesor de química de una escuela secundaria, quien se entera de que padece una enfermedad terminal. Ante la angustia de pensar que su familia va a quedar sin sus ingresos como docente, hace uso de sus conocimientos y empieza a fabricar efedrina, convirtiéndose en pocos capítulos en un temible delincuente y narcotraficante. Debo confesar que la serie no me atrapó personalmente y no continué mirándola luego de la primera temporada. 

El orador, Rodolfo Palacios, quien dijo que había hablado muchas veces con los más peligrosos malhechores argentinos, como Robledo Puch, Barreda y muchos ladrones de bancos como la Garza Sosa o los responsables del memorable atraco al Banco Río, de Acassuso, dejó una serie muy interesante de reflexiones. No las voy a enumerar aquí porque estaría nuevamente desviándome de lo más llamativo de todo, pero sí las voy a vincular con los hechos que narraré a continuación. 

Palacios en plena exposición
Entre los pocos concurrentes, había un muchacho de cabello largo y colorado con colita, de tez blanca y algo pecosa, dueño de uno de esos rostros europeos que rara vez se ven por estas pampas. Vestía una campera náutica amarilla, una especie de rompevientos, unos jeans gastados y unos borceguíes de color marrón oscuro. Tenía las piernas cruzadas, la mirada fija en el expositor, y un cuaderno en el que hacía anotaciones compulsivamente. La birome era una clásica Bic azul. 

Palacios, que es un hombre física y estéticamente muy parecido a los personajes de sus historias, contaba anécdotas a partir de las preguntas disparadoras que le hacía un moderador que, por lo que se notaba, poco y nada sabía sobre su obra. 
El disertante dijo en un momento que la persona que comete un crimen queda transformada por ese acto, que ya no vuelve a ser igual. El hombre colorado, que no pasaba de los cuarenta años, resopló pesadamente y se acomodó en la silla. La frase parecía haberle removido algo dentro. Hasta que en otro momento, el expositor dijo algo así como que “el delincuente siempre, de una u otra forma, busca el reconocimiento...” Entonces, el hombre de campera amarilla dijo con un tono neutro y en voz muy baja: “No es cierto”. Yo lo escuché y quizá las personas que estaban sentadas delante de él, pero nadie más. Todo seguía normalmente, pero el hombre volvió a repetirlo ahora aumentado un poco el volumen de voz: “No es cierto”. Algunos asistentes ubicados a los costados giraron en busca de esa frase que creo tuvo que haber llegado donde estaban Palacios y el moderador, pero consideraron que era mejor ignorarlo. Entonces, el hombre se paró dejando caer al piso el cuaderno y la birome, y con los ojos prendidos fuego gritó desaforadamente: “¡¡¡NO ES CIERTO!!!” Luego empezó a respirar agitadamente, como quien se recupera de una extensa maratón. El silencio era palpable y lo único que se escuchaba eran los jadeos del responsable de la interrupción. Yo tragué saliva y bajé instintivamente la cabeza mientras sentía un calor que me subía por el cuello. Espié a las dos personas del escenario: el moderador miraba para los costados, como buscando ayuda o tratando de entender. Palacios tenía cara de nada, como acostumbrado a este tipo de arrebatos inusuales para la mayoría. El hombre colorado seguía parado y la gente posaba la mirada en él o en Palacios, o la alternaba de uno a otro; eran como dos jugadores de tenis disputando una final imperdible. Palacios, con gran altura, tomó una postura recta desde su sillita alta y le preguntó muy canchero: “¿Nos quiere contar, amigo, qué cosa no es cierta?” 

Una imagen de archivo del criminal 
Creo que todos celebramos silenciosamente en nuestros asientos el modo elegante en que el especialista en Breaking Bad salió airoso de tan difícil momento. Pero su tono relajado y su cordial vocativo no lograron tranquilizar al hombre de cabello colorado que parecía temblar en el lugar. Luego de unos segundos que parecieron océanos de tiempo, ya sin tanto jadeo, le retrucó: “¿Vos qué mierda sabes de los chorros? No sabes un carajo, gato.” Palacios se quedó desconcertado, ya que no esperaba tal respuesta, y más considerando que él realmente era un tipo del palo, es decir, que tenía amigos ladrones, asesinos y, a su manera, los entendía. Pero esas palabras fueron como una cachetada, y mientras su mente resolvía qué contestarle, el hombre de tez lechosa, en un movimiento veloz y casi imperceptible, sacó un revólver. 

Es increíble la cantidad de reacciones instintivas que puede producirte el miedo. Reacciones que uno en sus cabales y apelando a la razón no tendría. Casi todas las mujeres presentes gritaron y algunos hombres empezaron a gritarle que guardara el arma. La mayoría, entre la que me incluyo, nos tiramos al piso, como si fuéramos un bloque de hielo macizo y duro, sin conciencia de si adelante había otra silla o la misma nada. Algunos –los más cercanos a la puerta- quisieron escapar, pero el colorado les gritó que nadie podía irse. Le pidió con un tono de voz bastante amable a una chica del evento que cerrara la puerta, porque “de acá no se va nadie”, aclaró. Desde mi posición yo solo podía mirar algunos bultos de las personas en el piso y hacia la derecha los jeans gastados del delincuente. Se escuchaban gemidos, llantos, jadeos de gente que sufría bajo un estado de shock. 

Uno de los extraños concurrentes
de la BAN tomando leche de sachet
Entonces, Palacios fue a la carga: “¿Qué querés, chabón?” El moderador, que desde la aparición del revólver tenía la cabeza escondida entre sus brazos y hubiese deseado ser un avestruz para esconder su cabeza en un profundo hoyo, tenía una visible mancha de orina a la altura de los genitales que se esparcía lentamente haciendo una perpendicular hacia la rodilla. Era una sola gota, pero esa gota trazaba un camino oscuro y delator en sus pantalones color crema. El colorado respondió sin anestesia: “Quiero matarlos a todos.” La euforia y la desesperación aumentaron un mil por ciento. Todos gritaban o gimoteaban esperando que la policía irrumpiera en cualquier momento y le diera su merecido al asaltante que, por la frase que pronunció, se notaba que tenía muy poco tacto con la gente. 

Yo tenía los ojos cerrados y trataba de no pensar en nada, pero los sonidos que me llegaban eran desoladores. Las piernas ya se me estaban entumeciendo así doblado como una víbora en esa selva de patas de sillas metálicas. Palacios, siempre con las manos casi en alto, le pidió que confiara en él... pero el dueño del arma le dijo que no confiaba en la gente decente porque tienen miedo. Me pareció una frase bastante buena, al menos para pensar luego. Sentí una punzada en el estómago y recordé que, como a todos los integrantes de mi familia, los nervios nos atacan a los intestinos y no pude contenerme... Sin entrar en detalles desagradables, mis piernas quedaron completamente cagadas. La cosa parecía no avanzar, como si fuera una escena trabada en un taller de teatro cuyos personajes ya han arrojado todos sus argumentos, sin lograr que el conflicto desaparezca. 

De repente escucho que Palacios dice: “Hasta acá vamos, Juan” y empezó a aplaudir. El ladrón también. Dos o tres personas, que habían llegado con el expositor y estaban acodadas al costado del estrado, los imitaron: todo había sido una maldita representación. El moderador levantó la cabeza en cámara lenta y se puso blanco cuando vio al supuesto delincuente abrazado a la persona a quien él, hacía pocos instantes, le formulaba preguntas. Algunas personas, aún aterrorizadas y desconfiadas, seguían en el piso. El mismo hombre de cabello colorado empezó con un tono amistoso a decirle a la gente que se levantara, que todo había sido una escena pactada. Palacios, mientras tanto, explicaba que quería transmitirle al auditorio la sensación real que se experimenta en una situación extrema, con delincuentes armados. “Por supuesto”, agregó, “esta es una situación muy light.” “Además, ¿qué mejor lugar que este?, una convención de novela policial... ¿No es genial?, insistió, para terminar apelando a su última -única- carta: paradójico el planteo... pero brillantemente vanguardista. 

Algunos apuntes sobre la disertación
de Palacios hasta la interrupción
Algunos empezaron a insultarlo con motivo, otros hasta parecían querer acercarse a pegarle; y el moderador, todavía sorprendido, parecía decirle con las cejas arqueadas “¿Cómo no me avisaron de esto a mí?”. El malestar era tan generalizado que Palacios tuvo que pedir disculpas. Su compañero demostró que el arma era de agua, dijo que él era actor y que una vez había actuado como extra en una obra con Alfredo Alcón... Antes de que la gente se retirara indignada, un representante del Centro Cultural entró y nos pidió a todos que no divulgáramos lo que acababa de pasar, que realmente había sido “bochornoso” y una verdadera “falta de respeto” al público. Palacios y Juan se miraron bastante avergonzados, y en esa mueca de arrepentimiento uno podía advertir lo lejos de sus intenciones que había estado su acting. Sin dudas no lo volverían a repetir, aunque en otros países había funcionado a la perfección y grandes auditorios habían aplaudido de pie... como esperaban que pasara acá, en el Centro Cultural San Martín. ¡Pero no pasó! Con tristeza, el pelirrojo Juan pensó en el fracaso de esta actuación que creía lo iba a catapultar finalmente a la fama, después de una larga carrera signada por la mediocridad. En cambio, no solo su interpretación había sido mal recibida por el público, sino también paradójicamente censurada por los responsables del Festival para impedir su difusión en los medios…

Luego, el mismo representante dijo que para evitar quejas o reclamos o “algo peor” estaban dispuestos a regalarnos entradas para todos los espectáculos que quisiéramos en el año. La gente, codiciosa por naturaleza, pareció olvidarse inmediatamente de lo ocurrido y una sonrisa malévola ya se plasmaba en sus caras. “Con respecto a ustedes... ya conversaremos de lo que acaba de pasar”, amonestándolos como si fuera un preceptor castigando a dos alumnos ante una travesura. Me hubiese encantado ir a la boletería y vaciarla, hacer valer las promesas con las que nos habían sobornado, llevarme cientos de entradas gratis y asistir al teatro todos los días... pero estaba verdaderamente incómodo con todas mis heces entre las piernas. Cada vez que las flexionaba parecía que caían un poco más. Era una sensación en extremo nauseabunda. 

Salí por la puerta de la calle Sarmiento y tomé un taxi. Me senté con cuidado y abrí con cautela la ventanilla para que el olor no se percibiera. El conductor me escudriñó por el espejo y en el primer semáforo me preguntó, algo molesto: “¿Tenés calor, flaco? Hay trece grados...” Cualquier mentira que le hubiera dicho no hubiese bastado para engañarlo, así que simplemente le dije con tono superado: “Soy un pibe caluroso” 

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La foto cholula con Paco Haghenbeck
luego de su interesante disertación











Epílogo: Como no me quería perder la charla de narcoliteratura porque no había motivos para suspenderla (salvo que siguiendo con la locura de lo que había pasado aparecieran unos cuantos sicarios, rancheros mexicanos locos y nos tomaran de rehenes; pero no, demasiada ficción no podía ser verdad), llegué a casa y me metí en la ducha, con ropa y todo. Me cambié y volví a salir. Para mi sorpresa llegué con tiempo de sobra, ya que Paco Haghenbeck se estaba acomodando para comenzar su disertación. Luego de escuchar y hacer anotaciones sobre su interesantísima exposición, me saqué esta bonita foto con él. Luego, como si la suerte fuera una veleta que virara de repente, hubo un sorteo y me gané un libro de Mankell: “Huesos en el jardín”. Al fin y al cabo, reflexioné, esta no ha sido tan mala noche…




Lectura de lince, corrección y compañera 
en las jornadas de la BAN!: Silvia T.

lunes, 28 de julio de 2014

El GPS de Ramiro

Una imagen de la novia de Ramiro 
Ramiro, primero un vecino de Almagro, luego un ávido visitante de este blog y por último un gran amigo vía mail –ya que nunca nos hemos visto en persona, pero hemos compartido grandes conversaciones por correo electrónico- me contó en una oportunidad que estaba cansado de sentir celos por la conducta de su novia. Al parecer, ella era una chica bastante llamativa que donde fuera generaba dobladuras de cuellos, suspiros, alteraciones sanguíneas y demás desórdenes masculinos. 

¡Ojo!, a Ramiro le gustaba que ella fuera así, pero no podía evitar padecer unos temores tremendos cuando ella salía con sus amigas los sábados a la noche o cuando lo hacía con sus compañeros de oficina (era bancaria), los viernes luego del trabajo. Ella le juraba fidelidad, pero él tenía el corazón bastante quebrado por múltiples decepciones amorosas (en criollo: lo habían cagado siempre) y era incapaz de volver a creer ciega y totalmente en una mujer. En su parcialidad sonreía y hacía de cuenta que estaba todo bien, pero cuando caminaba con ella de la mano por la avenida Rivadavia y los hombres pasaban a su lado y la devoraban con los ojos –a punto tal que le decían piropos o tragaban saliva ante su presencia– se mortificaba de una manera terrible. Entonces, ella detenía su andar porque ya adivinaba la sensación de su novio, y le decía que lo amaba, que no tenía por qué preocuparse, que ella estaba enamorada de él y de nadie más… y cerraba esa micro conversación motivadora con un caluroso beso. Pero si a ella le calentaba alguien más, ¿cómo podía saberlo?

Los amigos de Ramiro siempre le decían que su novia estaba más buena que comer pollo con la mano (a él eso le parecía sumamente desagradable y no encontraba el sentido de la metáfora), pero cuando cambiaba el semblante, lo abrazaban en conjunto y le decían que era una broma, que no se preocupara, pero que mantuviese una actitud alerta…porque la chica, pulposa, desafiante en su andar y provocativa en su vestir, parecía una actriz porno.

Ramiro, que padecía un tremendo problema de autoestima y era sumamente inseguro, en parte por los sistemáticos abandonos de sus anteriores novias, vivía intranquilo y amargado. Él tenía tan en carne viva el asunto que lo desarrollaba o al menos mencionaba en cuanta conversación lo tuviera presente. En los mails siempre le dedicaba uno o dos párrafos para el asunto (“No sabes lo que me pasó el otro día, fuimos a comprar pomelos y el verdulero…” o “Ella me lo hace a propósito, me insiste diciendo que no, pero le encanta jugar a ser una diva a pesar de que me hace muy mal…”). Es loco, pensaba yo, todo lo que uno soporta por “amor”. Luego lo pone en una balanza y termina perdiendo por goleada en el partido de los sentimientos.

Nunca me dijo bien de qué trabajaba o nunca lo entendí, creo que en un laboratorio… pero en dos o tres ocasiones, cuando le dije de ir a tomar un café –porque fuera del tema de su chica, Ramiro era, por lo que deducía de sus correos, sumamente interesante, gran lector, apasionado del arte, dueño de puntos de vista agudos sobre las cosas, crítico de la política– siempre me decía que estaba ocupado, que ya encontraríamos la ocasión (debía hallarla él, puesto que yo era el que sugería el encuentro). Tal vez, pensaba yo, se había expuesto tanto con el tema de su novia que sentía una honda turbación porque yo lo conociera y pudiese hacerlo sentir humillado.

Me dijo que había llegado a mi blog por casualidad y que entraba siempre porque le gustaba el punto de vista border (esa palabra dijo) desde donde encaraba las cosas. Me sentí contento. Nunca pensé que Ramiro pudiera ser materia de este blog, pero hace una semana recibí un mail suyo cuyo asunto era: “Resolví el problema de los celos”. Más por curiosidad que por otra cosa, abrí al instante su correo viajando en el 132, mientras iba a buscar a mi hermana al colegio, en Paraguay y Callao.

Yo no sé si será una broma o qué, pero no puedo menos que relatar lo que me contaba. Hay casos, donde la realidad supera –a veces ampliamente– a la ficción, y este era uno de esos, por lo que mi sentido literario entró en alerta y como siempre, no supe si me enfrentaba a una genialidad o a una tremenda y completa estupidez.

Un prototipo aproximado del GPS 
Ramiro, que desde el primer momento se declaraba un obsesionado por los celos, había encontrado la solución a su tara. No había consultado a un psicólogo o a un terapeuta. Tampoco había ingerido drogas (a ciencia cierta, esto no lo sé) o sustancias para 'limpiar' esas ideas de su cabeza. Tampoco la chica había cambiado sus maneras felinas para pacificar el alma torturada de su novio. No, Ramiro había inventado un GPS (Global Positioning System), es decir un dispositivo que permite determinar la ubicación precisa de algo… o de alguien. “Este loco va a perseguir a la chica”, pensé.  

Pero esto no era lo más sorprendente. Ramiro había creado un GPS algo peculiar, primero porque se ubicaba discretamente en la bombacha de la novia. Decía que era fino como una hoja, que era descartable y que no solo le indicaba a él con exactitud el lugar donde ella se encontraba, sino que además le había agregado un sensor de temperatura y humedad para descubrir si ella llegaba a experimentar algún… calor con alguien que no fuera él. El GPS además podía distinguir los flujos naturales, así como la sangre en los días que le venía de otras sustancias, propias… o ajenas.

"El microchip desmontable"
Este aparatito, que yo imaginaba como una feta fina de queso mientras viajaba con hambre hacia Recoleta y hacía esfuerzos locos para no caerme en un colectivo lleno de gente, tenía por si fuera poco un microchip desmontable que podía enchufarse al puerto USB de la computadora. Una vez hecho esto, un programa diseñado especialmente para identificar los datos del GPS se abría, daba un detallado informe de la actividad del día: horarios en que el estado de temperatura había cambiado, lugares recorridos, cantidad de minutos en cada lugar, alteraciones sanguíneas, detección de elementos extraños...y la lista seguía. 

La falta de información me hizo pensar que todo era un bolazo de cuarta, una fantasía absurda, pero el tono era seguro y convincente, como el de un loco. Estaba encantado con su invento y temía que su novia se diera cuenta y terminara dejándolo; situación adversa a la planeada (¿o era una sutil y lenta venganza?). Ramiro, que tenía una sed de gloria tremenda (recordemos que tenía baja autoestima), sospechaba vagamente que esta era la creación más importante de los últimos años en el mundo y que terminaría por hacerse rico y famoso. Él amaba a su gatúbela compañera, pero en la posdata del mail decía exactamente esto: “¿Te imaginas la cantidad de minuchas que puedo “pegar” con esto?”. Todo era un poco raro y más leyéndolo en un colectivo y pensando en cualquier otra cosa… que es lo que pasa cuando uno lo hace mientras se encuentra en una actividad determinada. ¿Qué podía pensar de lo que me planteaba?

No le contesté el mail y él no me escribió de nuevo. No sabía si felicitarlo o mandarlo a… ¿Acaso me estaba tomando el pelo? ¿Y si no?, ¿y si el tipo era un genio que creaba cosas geniales o inútiles? Quizás había mentido todo para “limpiar” su nombre, pero ¿con qué necesidad? O quizás quería competir con la verosimilitud exacerbada de mis escritos (pero en ese caso, ¿por qué no se hacía un blog y hablaba de sus inventos?). Cinco preguntas en casi cinco renglones era demasiado.

Me bajé del colectivo pensando que este GPS, de existir, le generaría muchísima más paranoia y dependencia. No sé si era una idea tan buena, al final de todo… Mi hermana, a lo lejos, me saludaba con la mano y mientras llegaba en ese mediodía soleado pero ventoso, yo ya estaba pensando en cómo iba a relatar esto...

CORRECIÓN Y CONFIANZA CONTRA VIENTO Y MAREA: SILVIA T.

viernes, 27 de junio de 2014

Miss Flor

Una postal desde el 132
La semana pasada viajaba sentado en un colectivo de la línea 132, absorto en la lectura de un libro de César Aira y escuchando música, cuando una persona se paró a mi lado y se agarró del pasamanos del asiento de adelante. Mi reacción inmediata fue mirarla, por un inevitable instinto de curiosidad y porque su altura había tapado bruscamente la luz que daba sobre mi libro. Era una mujer madura, de tez trigueña, con algunas pecas que manchaban dulcemente sus mejillas, labios finitos que delineaban una boca grande, larga mejor dicho, cabello castaño lacio y un mechón que le caía juvenilmente por la cara tapándole parcialmente el ojo izquierdo. Su nariz era fina y puntiaguda y sus ojos eran enormes y hermosos, casi que se podía nadar en ellos. Sus pestañas parecían capaces de acariciarte debido a la longitud que tenían. Tenía rubor en la cara y llevaba los ojos delineados sutilmente. No usaba rouge y sus labios se veían un poco descuidados. Vestía ropa de trabajo, pero no llegaba a ser formal: camisa color crema con las mangas semiarremangadas, pantalón pinzado escocés, zapatos de un tono oscuro que combinaban con una cartera un poco grande para su contextura; alta, pero muy delgada. En la mano libre cargaba una bolsa blanca con el nombre de una conocida cadena de librerías, en la que parecía llevar exámenes. Volví a retomar la atención en la novela pero algo en mí se encendió cuando recordé quién era…
Cuando yo cursaba la escuela primaria, no recuerdo con exactitud mi edad, pero habrá sido entre mis 10 y 13 años, tuve como profesora de Inglés a una chica muy joven llamada Florencia, o “Miss Flor.” Los amores de un niño son muchos y frecuentes, pero en cualquier caso son intensos y yo me había enamorado perdidamente de ella.                                                                                          Por supuesto que cuando uno recuerda desde la adultez las cosas se desvirtúan inevitablemente y la nostalgia solo sirve para matizar una situación que se justificaba en un anhelo tanto platónico como inverosímil; pero en ese momento, cuando ya se empieza a dejar de ser un niño, todo lo que sucede es puro realismo, porque no existe otra verdad posible, y no hay noción de nada más allá de lo que vivimos.                                              
Yo de "negrito" abrazando a mi tío y abuelo
En el acto de fin de año, actué de "negrito" y tuve que entonar una canción junto a un grupo de compañeritos cuyos rostros también habían pasado por el corcho quemado. Miss Flor nos coordinaba y yo le pedí encarecidamente a mi papá que la filmara solo a ella, que durante la interpretación se olvidara de mí y  se focalizara exclusivamente en su figura. Era chico, pero tuve una noción evidente de que la perdería, de que esa circunstancia era nuestro último momento juntos en la vida y pensaba que posiblemente una cámara lograra la ilusión de poder quedarme con un poquito de ella, al menos con su imagen. Por suerte, por amor a mí o porque papá es papá –con todo lo que eso implica–, siguió al pie de la letra mis anhelos y la figura de Miss Flor (ubicada de espalda a los padres, de frente a nosotros), ocupó gran parte de la filmación para enojo considerable de mamá que no lo podía creer cuando nos juntamos alrededor de la televisión, y vimos como el zoom se acercaba y se alejaba de esa estrecha figura. Yo era el único que no podía culparlo por su enorme gesto, ¿acaso alguien podía resistirse a la belleza de mi maestra de Inglés? En absoluto. Sentirse tentado por ella era casi un principio básico, una verdad absoluta. Además, ella era dulce, amable y, de alguna manera, simétrica, sensual y maternal al mismo tiempo.                                                                  El año lectivo terminó, pasé de grado y Miss Flor quedó algo olvidada y relegada seguramente por una nueva profesora de cualquier otra materia, aunque a decir verdad nunca tuve profesoras lindas de Matemática, Ciencias Naturales o Química (mi colegio primario no era mixto y casi no conocí chicas, fuera de mi prima y la hermanita menor de mi compañero Juan Pablo). Yo la seguía viendo por los pasillos pero ya no era lo mismo. Me habré enamorado muchas veces más, pero ninguna maestra me generó tanta adrenalina y entusiasmo; y a pesar del tiempo vivido, no recuerdo la cara de ninguna otra  profesora ni otro nombre que el de Florencia, Flor, Miss Flor, mi maestra de Inglés del colegio. 
Mi promoción y destacada, mi cara de payaso

Cuando volví a alzar la mirada –sin dudas era ella–, comprobé que el tiempo la había castigado levemente al costado de los ojos donde se vislumbraban los años transcurridos, su cuello presentaba arrugas indisimulables que intentaban pasar desapercibidas con una chalina, y parecía algo cansada. Sin embargo, el paso del tiempo no había podido con su belleza, aunque para mi decepción, no la vi tan hermosa como la recordaba. La contradicción me desconcertaba, la veía tan parecida a la que recordaba y a la vez tan distinta a la que había sido... ¿Pero la estaba asimilando tal como se me presentaba ante los ojos o la encontraba como me hubiese gustado verla? No podía determinar lo que había cambiado. A pesar del tiempo, que suele ser una variable algo caprichosa para considerar, no lograba darme cuenta. Finalmente lo entendí: ¡ya está!, me dije. Descubrí que el que había cambiado más era yo mismo. La idealización que alguna vez supe construir de ella se había terminado, ya no encarnaba a esa mujer-ángel-profesora-madre ni ocupaba más ese pedestal donde alguna vez la había colocado; ahora solo era una mujer terrenal aún bonita, pero avejentada, que viajaba en un colectivo. Su juventud pertenecía al pasado, pero cómo no habría de serlo, ¡si mi propia juventud acaso estaba terminando! Los años me quitaron la inocencia y si antes ella simbolizaba una Eva de pizarrón, ahora no significaba para mí más que una mujer como cualquier otra. El tiempo, siempre tirano, nos había emparejado socialmente de alguna manera: antes fue mi maestra, ahora yo soy Licenciado en Letras.  Había un abismo entre nosotros. ¿Se pondría contenta al saber que me había dedicado a dar clases? En un segundo pensé en todo lo que había pasado luego de ella y ¡uff!, resultaba imposible recordarlo en tan poco tiempo. Tantos cambios, tanto crecimiento, tantas mujeres, ¿por qué no?… (¿Por qué será que con el paso del tiempo uno se vuelve más exquisito con la elección de las chicas? Será porque antes uno era chico y no tenía ni experiencia, ni margen de comparación ni posibilidad de elegir: lo que se daba estaba perfecto). Posiblemente ahora, si no la conociera de antes, no hubiese logrado cautivarme.
 
El "negrito" se licencia años más tarde
Sentí deseos de hablarle pero, a la vez, creí que naturalmente no iba a recordarme, (los profesores desconocen lo mucho que pueden marcar a alguien, y sé que en el futuro me sucederá; me encontraré con alguien que me diga con mucho entusiasmo que mis clases o la vez que hablé del Quijote influyeron en él o lo llevaron a estudiar Letras; aunque, con que me diga que me recuerda como una buena persona estoy hecho). Y si hubiese tenido que trabajar su memoria en un colectivo, no me iba a sentir cómodo. Por el contrario, se me ocurrió que la iba a hacer sentir vieja, y no quería eso. Miré su mano y advertí un anillo de casada, no recordaba haberlo registrado antes. ¿Qué importaba ese detalle en todo caso? Seguro tendría hijos un poco más chicos que yo. ¿Qué le podía decir?: “Fui alumno tuyo de 4º o 5º grado y ¿estuve enamorado de vos?”. Me sentí tonto. Tonto pero chiquito, volví a ser su alumno, volví a ser el negrito de aquella obra. Seguía sentado en ese asiento, pero tuve la sensación de haberme empequeñecido: sentí que todo mi cuerpo tomaba dimensiones de pigmeo. Me convencí de que era mejor dejar las cosas como estaban, porque a veces tienen que seguir su rumbo sin que hagamos el más mínimo esfuerzo para modificarlas. Quizá, si le hablaba, ella podía mirarme como a un loco y dejarme irremediablemente desconcertado. En cambio, si dejaba prevalecer el misterio  forjando un pacto silencioso, eso nos permitiría a ambos bajar de ese colectivo en paz. Prefería tenerla en mi memoria por todo lo que recordaba de ella y no iniciar una nueva y absurda página de un libro que ya hacía rato no tenía hojas o que nunca las había tenido.                                                              Levanté la cabeza y la volví a mirar justo cuando enfiló hacia la puerta trasera. Se bajaba del colectivo. Quedé muy impresionado. Quise verla caminar, reconstruir aun más ese rompecabezas y me estiré por sobre el pasajero de mi derecha pero se fue hacia el lado contrario, donde mi vista ya no pudo alcanzarla. Alguna vez yo dejé su vida, no obstante solo fui un alumno más, pero ahora era ella la que dejaba la mía; y estaba bien que así fuera: muchos negritos aguardaban seguir enamorándose de Miss Flor. 
Un asiento vacío, toda una metáfora
CORRECCIÓN, EDICIÓN, PULIDO Y TANTAS OTRAS TAREAS: SILVIA T.