Música para flotar

sábado, 6 de septiembre de 2014

El funeral de mi abuelo

                    “Un hombre cuenta sus historias tantas veces
                       que al final él mismo se convierte en esas
                   historias. Siguen viviendo cuando él ya no está
Y de ese modo, el hombre se hace inmortal.
(The big fish)

El funeral de mi abuelo debería ser multitudinario, reuniendo a todas aquellas personas que lo conocieron en vida y, por supuesto, a esas que nosotros -sus familiares- no conocimos nunca pero que escuchamos nombrar desde siempre y que guardan en nuestros imaginarios un aura medio mística. Estoy seguro de que la mitad de las historias que el viejo contaba no eran ciertas o, al menos, no habían sucedido como él las detallaba, pero ¡qué gusto daba escucharlo! Sus relatos eran contados tantas veces que si no eran verdaderos, él y sus oyentes terminaban por creerlas, por ver eso que él decía. Algunas narraciones no tenían nada de sobrenatural, pero uno no se cansaba. Por ejemplo, esa de cuando era chiquito y aun vivía en Córdoba con su familia y había ido al cine a ver la película de El hombre lobo, con la actuación estelar de Lon Chaney Jr. (1941). Entonces, cuando horas más tarde se acostó y vio la luna llena por la ventana, se asustó y fue corriendo a la cama de sus padres. Era comiquísimo escucharlo dado que, por lo menos para mí, siempre había sido un hombre muy grande, e imaginarlo de tan niño me transmitía una ternura inaudita. 

Mi abuelo era de otra época, y si bien trataba de contextualizar lo que me decía, algunas cosas me sonaban tan anacrónicas que me hacían ruido. Me costaba creer que había nacido en su casa, en Venezuela y Paseo Colón, con ayuda de una partera, y no en una clínica. A veces recorríamos la ciudad y decía: “Este edificio lo construimos con el ingeniero Pastore en el ´57 ́”, y uno se quedaba mirando con cara de bobo sin saber si era cierto y sin saber quiénes eran las personas que nombraba con una familiaridad tan engañosa que no creía necesario explicar, porque era obvio para él que supiéramos quién era –en este caso- el ingeniero Pastore, así no lo hubiésemos escuchado, visto u oído en la vida. Pasaba un montón de veces. Si uno le preguntaba, se quedaba como pensando, abstraído en el recuerdo o en la construcción de esos hechos. 

A mi abuela, por ejemplo, la conoció en una protesta contra el gobierno paraguayo en Buenos Aires. Dijo que quiso acompañar a sus obreros que eran paraguayos, y en una de esas reuniones estaba mi abuela. Raro… raro y romántico. La primera vez que fue a Paraguay a conocer a sus suegros, viajando en el hidroavión, dijo que eran tantos familiares que parecía el pueblo entero esperándolo, porque: “En Paraguay no pasaba nada; y cuando uno iba, era todo un acontecimiento.”

Perón fue quizás el gran tópico de todas sus historias. Todo lo malo que tenía el país tenía un solo responsable: Juan Domingo Perón. El déficit, la inseguridad, la devaluación, la falta de empleo, todo, pero todo -casi hasta si el día estaba nublado- tenía que ver con el General, con el político más importante, para bien o para mal, que tuvo nuestro país. Él era un joven cursando el servicio militar obligatorio cuando fue puesto preso por el régimen peronista. Su hermano, mi tío abuelo, el sacerdote Julio Arch, también fue apresado: él a Devoto, mi abuelo a Caseros. Un mes estuvieron encerrados. ¡Un mes! Desde mi percepción, un solo día, una hora puede ser un infierno, pero un mes me parece absurdo más conociendo a mi abuelo, tan delicado y mañoso. Es curioso cómo hay anécdotas que repetía hasta el cansancio y cómo, en cambio, otros momentos de su vida los mantenía completamente vedados. Supe muy poco de su adolescencia, casi nada. De su infancia, nada; salvo la historia de El hombre lobo y esa en la que actuó en un acto de su colegio interpretando a un enanito malo, donde su único parlamento era “¿Quién se robó mi cucharita?”. Tampoco supe de sus primeros años de adulto joven, y rara vez ha contado alguna cosa que tuviera que ver con mi padre o mi tío, como si la vida familiar fuera parte de un pacto social que le enseñaron de chico y no revistiera el interés necesario como para mencionarla. De todos modos, lo más rescatable era la cantidad de personajes –siempre secundarios, porque él era el protagonista indiscutido- que adornaban y matizaban sus historias: el turco Alí, Pipieri, el ingeniero Figueroa, Giménez, que traspasaron el ámbito familiar hasta tal punto que hoy en día mis amigos, cuando recuerdan a mi abuelo, siempre lo hacen nombrándolos o hablando de ellos. 
Si bien siempre tuvo una relación distante con el arte, puesto que su cabeza solo pensaba en números, planos y expedientes, su lado más poético brotaba –irónicamente- cuando pensaba y expresaba sin pudor su muerte ideal. En repetidas ocasiones decía que esta debía suceder en el subte o caminando por la calle Florida, su calle predilecta, a esa hora donde el atardecer pinta de naranja los edificios. Yo me lo imaginaba a mi abuelo como un flâneur caminando en dirección a la avenida Santa Fe mientras el día empezaba a irse y el cielo era un delicioso manto que lentamente se descorría para dejar paso a las estrellas.

Por desgracia tuvo que suceder en una cama, aunque como el personaje de El sur, de Borges, seguramente en su cabeza soñaba -al momento de dejar la vida-, una muerte ideal, sin cuchilleros ni actos heroicos, simplemente cerrando los ojos, encandilado por el sol de la tarde, en una calle ruidosa. Mi abuelo le escapaba a la quietud porque contaba que su padre, mi bisabuelo, se había muerto poco después de estar en reposo, tras un accidente que le había impedido caminar. “La cama lo mató”, recordaba con amargura. Era casi una consecuencia lógica suponer que la permanente estadía bajo las sabanas iba a terminar minando su ánimo, quebrando su espíritu y matando sus ganas de vivir. Una persona tan extremadamente independiente como él debe haber padecido una tortura constante al tener que depender de todos para levantase, ir al baño, al médico, a comer, para tomar las pastillas a tiempo en las dosis correctas, para su baño diario...



Entonces ese día yo llego destrozado por su muerte, porque más que un abuelo fue un segundo padre, en ocasiones un primer padre, y me sorprende ver a todos esos encargados de los cientos de edificios que guardan en sus memorias tantísimas anécdotas que le atribuyen a mi abuelo. Lo ven pasar en el ataúd casi como lo recuerdan: impecable, con su traje celeste, su corbata oscura, su expresión mesurada y sus cabellos (sus pocos cabellos blancos) peinados para atrás. Pero algo falta...algo no cierra. La escena está incompleta. Lo que sucede es que mi abuelo está en silencio (y… sí, está muerto). Falta su voz, esa voz gruesa y algo afiebrada tan característica de su humanidad, esa voz que en las reuniones familiares contaba las historias que todos queríamos oír, esos relatos que brotaban como de una Caja de Pandora porteña y urbana, historias desarrolladas en un cronolecto tan de otra época, más propia de Arlt que de Cucurto, y compuestas por insultos, vocativos y frases increíbles (“Era una mierda en dos tiempos”, “cartucho, cartuchín, cartuchito”, “Las calderas automáticas se encienden a los trece grados”, “Hace frío como para quedarse petiso”, etc). Ese estruendoso timbre… ¡cómo vamos a extrañarlo!, aun cuando nos molestaba y él se justificaba diciendo que era medio sordo. Mi abuelo no es mi abuelo si no puede hablar. Por eso está muerto, porque la voz estaba ligada estrechamente a su persona. Pero cuando toda la ceremonia termine y conozca finalmente a todos esos extraños seres que poblaban sus aventuras imaginativas y reales, y que acudirán sin que los hayamos invitado (porque no habría manera de saber dónde buscarlos), como si algo más allá de lo lógico les hubiese comunicado su fallecimiento, volveré contento porque sus historias vivirán en cada uno de los presentes, y los que no lo conocieron, tarde o temprano escucharán hablar de él, de cómo seguía a San Lorenzo o de lo orgulloso que lo hacían sentir sus tres nietos. Físicamente no estará más con nosotros, pero su espíritu y sus historias perdurarán, y habrá que encontrarlas en la calle, que era su hábitat, entre los edificios, arriba de los colectivos y en los subterráneos, allí donde se conjuga un realismo tan mágico como irrepetible.