Música para flotar

lunes, 16 de febrero de 2015

La dicotomía de la revista

El puesto de diarios y revistas de Suipacha y Corrientes
Un caluroso día de diciembre, me encontraba caminando por Av. Corrientes, a la altura del obelisco. Me dirigía al Teatro Gran Rex para averiguar por las entradas de los conciertos que el españolísimo Serrat daría en marzo. Podía ser un buen regalo para mi madre en Navidad. Contaba también –era inevitable– con que se quejaría de cualquier ubicación que consiguiese que no fuera en primera fila, al centro. Pero como tenía el dato de una promoción 2x1, quería sacarle provecho.

En eso estaba, cuando al cruzar Suipacha y pasar por el puesto de diarios ubicado en la esquina, pude ver que la revista Lonely Planet (“La revista de los viajeros”) de ese mes estaba dedicada a Colombia. Ya sé, ya sé, no es nada asombroso, pero para mí significó algo más allá de lo que a primera vista connotaba. 

A comienzos de 2013, cuando empezaba a concebir la vaga idea de ir a México y a concentrarme en la búsqueda de información, vi en ese mismo puesto la Lonely Planet, que dedicaba su edición de enero de 2013 al destino azteca. Recuerdo vivamente que comprar esa revista significó un simbólico punto de partida. Volver en el colectivo hojeándola suscitó en mí una emoción solo comparable a la de un niño que llega a Disney World: estaba enloquecido con las imágenes, con las descripciones, hasta con el inigualable olor de las hojas recién salidas de la imprenta. El peso y la consistencia le daban seriedad a la publicación y saber que su nombre era mundialmente conocido la legitimaba. Ni siquiera tenía la certeza de poder hacer el viaje, aunque es indiscutible que esa compra fue un hecho decisivo. Acaso un motivo más para energizar las fantasías. 

El puesto de diarios y revistas de la esquina se convirtió de manera casual y por accidente, como casi siempre sucede, en el comienzo de un camino. De un camino que tendría ramificaciones insondables y maravillosas. 

Lo cierto es que hacia comienzos de 2014, ya había realizado dos viajes a México: en julio y en octubre. Me había enamorado, me había equivocado, había estado a punto de mudarme para allá (de hecho, hay una valija con libros que todavía me espera en una casa, ¡la casa en la que iba a vivir en el Estado de México!), y había vuelto con la mente abierta pero con el corazón algo maltrecho. 

La revista dedicada al país azteca
El primer viaje fue puro turismo: recorrí el país en una camioneta con una novia mexicana (es una historia larga), desde el Distrito Federal hasta Cancún, pasando por Puebla, Veracruz, Chiapas, Palenque, Quintana Roo... 

Para el segundo, llegué ilusionado con una nueva oportunidad laboral y social, la carpeta llena de copias de mi currículum y con las esperanzas predispuestas a encontrar, en ese lugar lejano, un lugar propio. En esa única semana, donde solo estuve en el D.F., fui a una entrevista en una editorial cuya directora tenía mucho cariño por los “argentinos” porque su hijo se había casado con una cordobesa, y me aseguraba que cuando me instalara podía hacer pequeños trabajos de corrección “para empezar”. Con esta misma novia mexicana preparamos el departamento donde íbamos a vivir, fuimos de compras, conocí a sus amigos... Realmente, ahora que hago una rápida retrospectiva, fue un desgaste enorme y todo se desvaneció como una nube ante un fuerte viento. El lugar daba garantías de todo tipo, pero el amor es un banco cuyos formularios me confundieron al punto de echarme de allí.

En octubre de 2014 viajé a Perú por dos semanas, también con una chica mexicana, pero a ella la había conocido por chat. Fueron dos semanas increíbles porque no nos conocíamos personalmente y sin embargo, desde el principio, nos tratamos como si fuéramos íntimos de toda la vida. Ahora que recuerdo, el puesto de Corrientes y Suipacha no tuvo injerencia en este último viaje; es decir, las revistas que compré o conseguí usadas eran de Parque Centenario o Parque Rivadavia o de las librerías de usados. También la embajada de Perú me aportó material muy útil. 

Al volver a Buenos Aires, me di cuenta de que una de las cosas que más me gusta en la vida es viajar. Me puse a pensar cuál sería mi próximo destino. 

La pila de revistas en un deja vù total
Definitivamente estaba muy comprometido, desde lo intelectual y lo pasional, con la identidad latinoamericana. Entonces surgió la idea de Colombia. Historia, cultura, García Márquez, playas... sonaba bien. Cuando esta idea no era más que un embrión, entonces la Lonely Planet reapareció y lo hizo de la misma manera que lo había hecho aquella dedicada a México años atrás: en el medio del puesto, en una pila apoyada en un banquito de plástico blanco (bastante sucio), sobre la vereda, lo que demuestra que la vendedora seguía siendo la misma y que sus rutinas no habían cambiado mucho. Quizás –pensé– le pasaban algún dinero extra por la exposición diferenciada, tal como hacen las empresas de golosinas en todos los kioscos OPEN 25 HS. El título: “Rumbea para Colombia”; el eslogan, comercialmente atrapante: “Baila pegadito en Bogotá, respira historia en Cartagena y combina relax con aventura en las playas de Santa Marta”. 

Caminaba tan abstraído pensando en cuánto estaría dispuesto a pagar por Serrat, que cuando mis ojos fueron captados por esa tapa, todo se desvaneció y los recuerdos, las memorias y las visiones afloraron. Automáticamente encaré a la vendedora, pero antes de hablar me alejé sin decir nada. ¿Debía comprarla en ese mismo lugar? Siendo optimista, podía significar un buen augurio, una manera de repetir una experiencia sumamente real, efectiva y auténtica; un nuevo comienzo para una aventura misteriosa. Pero esos viajes a México también significaron mucho dolor y decepción; en particular, el segundo. Todo había empezado en ese puesto y había terminado mal. Entonces, ¿por qué no prevenir un destino nefasto y torcer el camino comprando esa edición en otro lugar?

Mis divagaciones mentales podían tener un alto grado de superstición y me inclinaba más por pensar que las cosas no se daban de manera casual, porque sí, sino que estaban encadenadas a una rueda mística, donde cada engranaje, constituido por pasos, acciones y palabras, podía o no conducirte a un buen final. La pregunta era, ¿quería repetir eso de vuelta? La intensidad puede ser una droga maravillosa, pero cuando se va, uno queda rengueando, pidiendo aire y aferrado a una realidad esquiva. ¿Hasta dónde podía llevarme la elección del puesto, la compra de la revista, el temor a no repetir ciertas cosas (enamorarme) y la ilusión de replicar otras (viajar, descubrir)? 

Era un estupidez sobredimensionada suponer que ese acto tan trivial podía trastocar el orden del universo, porque mi vida en relación al resto necesariamente generaría un cambio; por ejemplo, si yo decidiera hacer explotar una bomba en un avión, quizás eso generaría un cambio de paradigma en las restricciones a la hora de volar, de aquí en más y para siempre. 

La revista ...¿me perseguía?
Es una estupidez, puede ser, pero si algo fuera de lo normal realmente pasara, ¿no sería mejor evitarlo? Tanto la serie televisiva Lost como el escritor del género fantástico y ciencia-ficción Ray Bradbury nos han enseñado que, con solo modificar una pequeña circunstancia, podemos dar lugar a que los sucesos más inverosímiles lleguen a ocurrir algún día. Supongamos, por caso, que mis manos tuvieran algún tipo de germen que yo le transmitiera, de manera imprevista y desafortunada, al billete que la vendedora tomara al cobrarme la revista. Que luego ella, en un rato muerto, se emparejara el largo de las uñas dándoles pequeñas mordidas y contrajese una extraña enfermedad que la matara en tres meses, luego de padecer los devastadores efectos de una quimioterapia. Que, como consecuencia, se produjeran cientos de penosos momentos (familiares primero, clientes después que, quizás y dado queella llevaba allí un largo tiempo, le tenían cariño), afectando la visión de sus más íntimos sobre “trabajar en la calle y los peligros que conlleva”. Que este suceso los llevara a usar por un tiempo guantes y barbijos hasta que esa paranoia desapareciese, al tiempo que mantendría su sensibilidad sanitaria muy exacerbada, y que miraran con temor hasta a los nenes que en el subte quieren darles la mano… En definitiva, todo eso sería culpa mía. Uno no advierte el grado de responsabilidad que tiene todo el tiempo. 

El rayo de sol de la tarde me perforaba la cabeza. Debía decidir. Desde donde estaba podía ver la marquesina con la imagen del “Nano” y su “Antología desordenada”. Volví a tantear mi bolsillo trasero aun sabiendo que tenía dinero, solo para ratificarlo. Soy alguien poco dado a la innovación y a dejar mi zona de confort. Si algo me resulta, suelo repetirlo y transmitirlo a mis pares. Desde lugares para ir a comer, películas para recomendar, etc. Pero, ¿qué pasaría si un mínimo gesto cambiara mi vida para siempre? Si irme de ese lugar con la revista significara una venganza del destino que viendo mi falta de arrojo me castigara todavía más y terminara en Colombia secuestrado por las FARC durante 13 años o, peor aún, me quedara sin viajar siquiera. O si contrariamente, por comprarla allí, mi obstinación fuera premiada porque: “esta vez, por valiente, todo va a salir mejor”. Si la adquiría en otro lado, podía desarticular el orden mundial… Quizás dentro de la revista, debido a un descuido, encontraba un puñado de dólares; o quizás podía finalmente viajar y terminar siendo el gobernador de un pueblo costero, viviendo con una amante pulposa. ¡Cuántas opciones y ni una sola concreta posibilidad de aventurar el éxito o el fracaso de la empresa! No era casual estar ahí, ese día y a esa hora. 

A modo de epílogo:

Todo comenzó yendo a comprar
entradas para Serrat
Estuve muchos días tratando de dar con el final adecuado, si es que ese infinitivo puede agrupar cientos de ideas, pensamientos, intentos y fracasos. Lo más justo sería decir que todos los finales que elaboré para este escrito no me convencieron; sin llegar a persuadirme siquiera. Algunos quedaron solo en un par de imágenes entre la vigilia y el sueño. Otros tuvieron un poco más de suerte y empezaron a cobrar realidad en la pantalla pero, al tiempo, fueron eliminados por la continua y decidida presión sobre la tecla de “retroceso”. Por más que le diera vueltas al asunto, no lo conseguía. Hasta que descubrí qué era lo que estaba pasando: este relato no puede tener un final; es decir, no tengo ningún tipo de certeza sobre lo que va a pasar porque compré la revista en otro puesto. Podría intentar un final ficcional, decir que todo salió bien con esa elección y que el universo no explotó o podría suponer que haber trastocado el supuesto orden de los sucesos va a derivar en una catástrofe sin precedentes. Pero lo cierto es que no podré evaluar el peso de mi elección hasta que no pase el tiempo y las cosas se acomoden. Por ahora, lo palpable es que tengo la revista en mi poder. La única decepción sería que nada pasara, pero sé que uno tiene que poner mucho de sí para lograr algo; afortunadamente, existe el libre albedrío… 

No me gustan los finales abiertos pero, de alguna manera, este lo es. Darle un cierre sería más que arriesgado e imprudente: no puedo o, mejor dicho, no debo adelantarme al final de una historia que va a darse en el tiempo, fuera de las letras, con el devenir de los acontecimientos que, por suerte, todavía desconozco…
+++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++

Editora general indiscutida: Silvia T.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.